Kouka García nació en Santa Fe, pero se mudó a París para poder vivir como siempre quiso, como una mujer. Polémica en sus definiciones, dice que nadie la obligó a prostituirse, pero a la vez admite que era la única salida para una transgénero. Ahora pasea por el Bois de Boulogne, donde se concentran las chicas trans latinas, pero gracias a que se dedicó a la prevención del sida y esto lo hace sólo para charlar, tomar café y cuidar a sus compañeras.
Por Milagros Belgrano Rawson desde París
Llegué a París sabiendo que iba a prostituirme”, dice Kouka García, fundadora de Pari-T, una ONG parisina que brinda asesoramiento jurídico y sanitario a transexuales. En su Esperanza natal era la “mariposa del pueblo”, desliza esta santafesina que desde que tiene memoria siempre se vistió de mujer. No conoció a su padre y la crió un escribano como si fuera su hija.
De chica quería ser monja y entonces la mandaron al psicólogo, que la hacía dibujar a su familia. Para representar a los varones le alcanzaban dos trazos, mientras que a las mujeres las dibujaba “con aros en las orejas, ruleros y zapatos de taco alto”, se ríe. A los 16 años se escapó a Buenos Aires, a una pensión de la avenida 9 de Julio, con tanta mala suerte que un juzgado de menores que quedaba a la vuelta, la devolvió enseguida a Esperanza. “Le dije a mi familia que quería vivir como una mujer y esta vez me entendieron”, cuenta. Así que volvió a la Capital, consiguió trabajo en una carnicería de Recoleta y luego en una farmacia.
Un día, en plena guerra de las Malvinas, un policía se la quiso llevar: en ese momento supo que debía volver a escapar. Pero esta vez el destino sería París, donde tenía algunas conocidas. El dueño de la farmacia le había prometido guardarle el puesto, pero ella nunca volvió. Llegó al aeropuerto de Roissy en Navidad y al día siguiente se fue a trabajar al Bosque de Boulogne, la zona roja más popular de París. Se apostó junto a unos árboles, cerca de otras trans argentinas, y lejos de los échangistes (parejas swingers) y las mujeres en su misma situación. Estaba nerviosa pues nunca lo había hecho, pero ese día facturó 1200 dólares.
Al principio no entendía una palabra de francés y repetía “Oui, oui”, cuando le hablaban. Algunos clientes le preguntaban: “¿Pero entiende lo que le estoy pidiendo?”. Con el tiempo aprendió el idioma y se convirtió en una de las trans más buscadas de “la plaza de las argentinas”, consideradas las mejor vestidas; las que más caro cobraban por sexo en Boulogne. “Me sentía una reina: estos hombres pagaban un montón de plata para estar conmigo”, se asombra aún. Hubo uno que la llevó a un comercio de electrodomésticos y le compró un televisor. Otro terminó por enamorarse de ella y desde hace veinte años es su pareja.
Como inmigrante ilegal no podía abrir una cuenta, así que Kouka guardaba su dinero en frascos de mayonesa que enterraba en el bosque. Dice que ganó mucha plata: hasta el día de hoy, ya retirada y dedicada a su ONG, esta santafesina de pelo y uñas de peluquería viste de riguroso tailleur negro y anteojos Chanel. En sus épocas “del bosque”, una vez por semana un patrullero la llevaba detenida por violar la reglamentación parisina que prohibía “vestir ropa de otro sexo fuera de la época de carnaval”. “Nosotras sacábamos un lápiz labial Dior y le gritábamos a la cana: ‘Ustedes tienen que trabajar una semana entera para comprarles esto a sus mujeres’”, recuerda.
Nunca tuvo pruritos por su actividad. “La prostitución es un acuerdo económico y consciente entre dos personas adultas. ¿Qué diferencia hay entre una prestadora sexual y una chica que sale con un hombre, acepta una cena y el cine y termina yéndose a la cama con él sólo porque le pagó todo? Me parece más honesto lo primero”, sostiene. De todas formas, Kouka ayuda a aquellas trans que quieren abandonar la calle, lo que resulta complicado cuando la apariencia física no coincide con la de los documentos. De hecho, trámites tan simples como cruzar una frontera o recibir una carta certificada pueden transformarse en una pesadilla. “Para una trans, las chances de conseguir un empleo son mínimas. Pocos empleadores comprenden la situación y el trabajo sexual representa casi la única salida laboral”, indica Kouka.
Y aclara que prefiere el término “transgénero” a transexual o travesti. “Un transexual va de un sexo a otro, adquiriendo diferentes identidades de género, mientras que el travesti simplemente juega a transformarse. En cambio, un transgénero nace con un sexo biológico que no coincide con su identidad sexual”.
La ley francesa autoriza el cambio de sexo en los documentos si se ha hecho la operación, que cuesta 5000 euros. Más de una vez Kouka pensó en hacerla, pero algunas conocidas suyas que pasaron por el quirófano alegan que han perdido sensibilidad en sus genitales. Otras no lograron aceptar ese cambio tan drástico y se suicidaron. “Si me operara, sólo sería para tener un documento que dijera que soy mujer, así que descarté la idea”, dice Kouka.
Sin embargo, al igual que la mayoría de las organizaciones transgénero europeas, milita para que el Estado se haga cargo de la operación para aquellos que la deseen. Actualmente, para que el sistema de salud francés cubra la cirugía, el o la paciente tiene que esperar un promedio de cinco años y sortear una batería de análisis y entrevistas con psicólogos, psiquiatras y asistentes sociales. “Si el dinero de mis impuestos sirve para curar a la gente, tiene que servir para costear el cambio de sexo. Y si no, que cada uno se cure la gripe en su casa”, declaraba recientemente Carla Antonelli, coordinadora del área transexual del Partido Socialista Español. Esta actriz transgénero fue una de las impulsoras de la Ley de Identidad de Género, recientemente aprobada por el gobierno de Zapatero, que permite a los españoles cambiar de nombre y sexo en el DNI sin necesidad de pasar por una cirugía ni un juzgado.
Al frente de Pari-T (se pronuncia parité, que significa paridad), Kouka reclama una ley similar en Francia, lo que bajo el actual gobierno de Nicolas Sarkozy parece imposible. De hecho, actualmente el combate de las asociaciones de trans y mujeres en situación de prostitución se concentra en la Ley de Seguridad Interior, aprobada por Sarkozy en 2003 cuando era ministro de Chirac, que castiga la oferta de sexo “pasiva”. Según esta ley, si una persona se para en una esquina vestida con ropa provocativa, es motivo suficiente para que la policía intervenga. Para evitar las multas de 3750 euros y la pena de dos meses en prisión, las trabajadoras sexuales deben apostarse en rincones solitarios, donde nadie sabrá si les ocurre algo. En abril pasado, en el bosque parisino de Vincennes se encontró el cuerpo de una mujer polaca estrangulada por un cliente.
Desde que Kouka llegó a París, las cosas no han hecho más que empeorar para las trabajadoras sexuales. La Ley de Seguridad Interior dificulta el trabajo de las asociaciones que las ayudan. “Como tienen que trabajar escondidas, muy pocas vienen a los controles sanitarios”, explica France Arnoult, coordinadora del Bus des femmes (Colectivo de las mujeres), que recorre las zonas rojas con médicos y asistentes sociales. Según Arnoult, la Ley Sarkozy no ha conseguido desbaratar las redes de trata de blancas que pululan por la periferia de París: se estima que sólo en Vincennes, unas 400 mujeres son obligadas a prostituirse diariamente. “La prostituta tradicional sabe cuidarse, conoce el oficio. En cambio, una chica que ha sido reclutada por una mafia no sabe lo que es un preservativo, no se lo exige ni al cliente ni a su proxeneta, y ni siquiera sabe que la prestación se paga antes. Así, el cliente muchas veces se va sin pagar”, indica.
En general, los cafishios toleran el trabajo de las asociaciones porque éstas realizan abortos y tratan las enfermedades de transmisión sexual, lo cual los beneficia económicamente. “Pero cuando animamos a las chicas a denunciarlos, dejan de venir. Las tienen amenazadas”, sostiene Arnoult. La legislación sarkoziana ha disparado también los abusos de autoridad. Es frecuente que cuando la policía arresta a una mujer en prostitución, le quite el dinero que lleva encima y confisque sus preservativos. En septiembre pasado, un tribunal parisino condenó a siete años de prisión a tres policías que obligaron a tres extranjeras sin papeles a mantener relaciones sexuales a cambio de no detenerlas. En Francia, más de treinta asociaciones defienden los derechos de quienes se ven en situación de prostituirse. Muchas de sus dirigentes son mujeres que han conseguido abandonar esa situación, otras continúan en ella, pero en público jamás lo admitirían.
Kouka García es de las que no se calla. Ella se niega a presentarse como una víctima. “Yo sabía qué venía a hacer a París, nadie me trajo engañada”, dice. Se muestra crítica con su pasado, pero también le gusta recordar la época en que vivía de la calle. “Claro que eran otros tiempos: no había violencia ni trata de blancas, nadie te robaba la recaudación e incluso pasaba el chico de las gaseosas.” Su único pesar es haber visto morir de sida a varias amigas, solas, sin una moneda y en un hospital de un país extranjero. Pero se siente agradecida: cuando trabajaba, con frecuencia no usaba preservativo y el VIH le pasó de cerca. “Tuve mucha suerte, la verdad es que no sé cómo me salvé.” En los ‘90, decidió dedicarse a la prevención de enfermedades de transmisión sexual. Una ONG la contrató como “mediadora en salud pública” y por primera vez en diez años pudo dejar la prostitución.
Sin embargo, siguió yendo al bosque, repartiendo preservativos y café e improvisando charlas de prevención en el césped. Con el tiempo se transformó en la referencia obligada para las transgénero argentinas que desembarcan en París, frecuentemente derivadas por el propio consulado argentino. Muchas sans papiers latinoamericanas acuden a ella cuando la policía ordena su expulsión del país, pero en la mayoría de los casos Kouka sólo puede recomendarles que se pacseen, o sea que se unan a un ciudadano francés mediante el PACS (Pacto Civil de Solidaridad), aprobado en 1999 y que da un estatuto legal a las parejas no casadas, de igual o distinto sexo. “De este modo tendrán seguridad social, permiso para trabajar y residir”, indica.
Pari-T tiene registradas a 38 transgénero argentinas que residen legalmente en Francia. “Sin papeles debe haber otras 30, pero esta cifra varía todo el tiempo porque entran y salen del país constantemente”, sostiene su fundadora. En sus quince años de activismo conoció varios casos de hombres casados y con hijos que, un buen día, a los cuarenta años, decidieron vivir como una mujer. El miedo a la discriminación es un freno poderoso, pero “cuando hay hijos y esposa de por medio, me parece egoísta tomar esa decisión tardíamente. Entiendo que no es fácil hacerlo cuando una es joven, pero yo abandoné a mi familia y no la vi más. Ese fue el precio que tuve que pagar”, indica Kouka.
Así y todo, concede que es más fácil ser trans en Francia que en Argentina. A pesar de que la sociedad francesa es “muy conservadora”, indica, en ese país hay una mayor conciencia sobre las diferencias de identidad de género y un Estado de Bienestar que todavía funciona en beneficio de los que menos tienen. “Pero no me quedan resentimientos, siempre busco por Internet fotos de Esperanza, y me agarra la nostalgia. Algún día voy a volver.”
Por Milagros Belgrano Rawson desde París
Llegué a París sabiendo que iba a prostituirme”, dice Kouka García, fundadora de Pari-T, una ONG parisina que brinda asesoramiento jurídico y sanitario a transexuales. En su Esperanza natal era la “mariposa del pueblo”, desliza esta santafesina que desde que tiene memoria siempre se vistió de mujer. No conoció a su padre y la crió un escribano como si fuera su hija.
De chica quería ser monja y entonces la mandaron al psicólogo, que la hacía dibujar a su familia. Para representar a los varones le alcanzaban dos trazos, mientras que a las mujeres las dibujaba “con aros en las orejas, ruleros y zapatos de taco alto”, se ríe. A los 16 años se escapó a Buenos Aires, a una pensión de la avenida 9 de Julio, con tanta mala suerte que un juzgado de menores que quedaba a la vuelta, la devolvió enseguida a Esperanza. “Le dije a mi familia que quería vivir como una mujer y esta vez me entendieron”, cuenta. Así que volvió a la Capital, consiguió trabajo en una carnicería de Recoleta y luego en una farmacia.
Un día, en plena guerra de las Malvinas, un policía se la quiso llevar: en ese momento supo que debía volver a escapar. Pero esta vez el destino sería París, donde tenía algunas conocidas. El dueño de la farmacia le había prometido guardarle el puesto, pero ella nunca volvió. Llegó al aeropuerto de Roissy en Navidad y al día siguiente se fue a trabajar al Bosque de Boulogne, la zona roja más popular de París. Se apostó junto a unos árboles, cerca de otras trans argentinas, y lejos de los échangistes (parejas swingers) y las mujeres en su misma situación. Estaba nerviosa pues nunca lo había hecho, pero ese día facturó 1200 dólares.
Al principio no entendía una palabra de francés y repetía “Oui, oui”, cuando le hablaban. Algunos clientes le preguntaban: “¿Pero entiende lo que le estoy pidiendo?”. Con el tiempo aprendió el idioma y se convirtió en una de las trans más buscadas de “la plaza de las argentinas”, consideradas las mejor vestidas; las que más caro cobraban por sexo en Boulogne. “Me sentía una reina: estos hombres pagaban un montón de plata para estar conmigo”, se asombra aún. Hubo uno que la llevó a un comercio de electrodomésticos y le compró un televisor. Otro terminó por enamorarse de ella y desde hace veinte años es su pareja.
Como inmigrante ilegal no podía abrir una cuenta, así que Kouka guardaba su dinero en frascos de mayonesa que enterraba en el bosque. Dice que ganó mucha plata: hasta el día de hoy, ya retirada y dedicada a su ONG, esta santafesina de pelo y uñas de peluquería viste de riguroso tailleur negro y anteojos Chanel. En sus épocas “del bosque”, una vez por semana un patrullero la llevaba detenida por violar la reglamentación parisina que prohibía “vestir ropa de otro sexo fuera de la época de carnaval”. “Nosotras sacábamos un lápiz labial Dior y le gritábamos a la cana: ‘Ustedes tienen que trabajar una semana entera para comprarles esto a sus mujeres’”, recuerda.
Nunca tuvo pruritos por su actividad. “La prostitución es un acuerdo económico y consciente entre dos personas adultas. ¿Qué diferencia hay entre una prestadora sexual y una chica que sale con un hombre, acepta una cena y el cine y termina yéndose a la cama con él sólo porque le pagó todo? Me parece más honesto lo primero”, sostiene. De todas formas, Kouka ayuda a aquellas trans que quieren abandonar la calle, lo que resulta complicado cuando la apariencia física no coincide con la de los documentos. De hecho, trámites tan simples como cruzar una frontera o recibir una carta certificada pueden transformarse en una pesadilla. “Para una trans, las chances de conseguir un empleo son mínimas. Pocos empleadores comprenden la situación y el trabajo sexual representa casi la única salida laboral”, indica Kouka.
Y aclara que prefiere el término “transgénero” a transexual o travesti. “Un transexual va de un sexo a otro, adquiriendo diferentes identidades de género, mientras que el travesti simplemente juega a transformarse. En cambio, un transgénero nace con un sexo biológico que no coincide con su identidad sexual”.
La ley francesa autoriza el cambio de sexo en los documentos si se ha hecho la operación, que cuesta 5000 euros. Más de una vez Kouka pensó en hacerla, pero algunas conocidas suyas que pasaron por el quirófano alegan que han perdido sensibilidad en sus genitales. Otras no lograron aceptar ese cambio tan drástico y se suicidaron. “Si me operara, sólo sería para tener un documento que dijera que soy mujer, así que descarté la idea”, dice Kouka.
Sin embargo, al igual que la mayoría de las organizaciones transgénero europeas, milita para que el Estado se haga cargo de la operación para aquellos que la deseen. Actualmente, para que el sistema de salud francés cubra la cirugía, el o la paciente tiene que esperar un promedio de cinco años y sortear una batería de análisis y entrevistas con psicólogos, psiquiatras y asistentes sociales. “Si el dinero de mis impuestos sirve para curar a la gente, tiene que servir para costear el cambio de sexo. Y si no, que cada uno se cure la gripe en su casa”, declaraba recientemente Carla Antonelli, coordinadora del área transexual del Partido Socialista Español. Esta actriz transgénero fue una de las impulsoras de la Ley de Identidad de Género, recientemente aprobada por el gobierno de Zapatero, que permite a los españoles cambiar de nombre y sexo en el DNI sin necesidad de pasar por una cirugía ni un juzgado.
Al frente de Pari-T (se pronuncia parité, que significa paridad), Kouka reclama una ley similar en Francia, lo que bajo el actual gobierno de Nicolas Sarkozy parece imposible. De hecho, actualmente el combate de las asociaciones de trans y mujeres en situación de prostitución se concentra en la Ley de Seguridad Interior, aprobada por Sarkozy en 2003 cuando era ministro de Chirac, que castiga la oferta de sexo “pasiva”. Según esta ley, si una persona se para en una esquina vestida con ropa provocativa, es motivo suficiente para que la policía intervenga. Para evitar las multas de 3750 euros y la pena de dos meses en prisión, las trabajadoras sexuales deben apostarse en rincones solitarios, donde nadie sabrá si les ocurre algo. En abril pasado, en el bosque parisino de Vincennes se encontró el cuerpo de una mujer polaca estrangulada por un cliente.
Desde que Kouka llegó a París, las cosas no han hecho más que empeorar para las trabajadoras sexuales. La Ley de Seguridad Interior dificulta el trabajo de las asociaciones que las ayudan. “Como tienen que trabajar escondidas, muy pocas vienen a los controles sanitarios”, explica France Arnoult, coordinadora del Bus des femmes (Colectivo de las mujeres), que recorre las zonas rojas con médicos y asistentes sociales. Según Arnoult, la Ley Sarkozy no ha conseguido desbaratar las redes de trata de blancas que pululan por la periferia de París: se estima que sólo en Vincennes, unas 400 mujeres son obligadas a prostituirse diariamente. “La prostituta tradicional sabe cuidarse, conoce el oficio. En cambio, una chica que ha sido reclutada por una mafia no sabe lo que es un preservativo, no se lo exige ni al cliente ni a su proxeneta, y ni siquiera sabe que la prestación se paga antes. Así, el cliente muchas veces se va sin pagar”, indica.
En general, los cafishios toleran el trabajo de las asociaciones porque éstas realizan abortos y tratan las enfermedades de transmisión sexual, lo cual los beneficia económicamente. “Pero cuando animamos a las chicas a denunciarlos, dejan de venir. Las tienen amenazadas”, sostiene Arnoult. La legislación sarkoziana ha disparado también los abusos de autoridad. Es frecuente que cuando la policía arresta a una mujer en prostitución, le quite el dinero que lleva encima y confisque sus preservativos. En septiembre pasado, un tribunal parisino condenó a siete años de prisión a tres policías que obligaron a tres extranjeras sin papeles a mantener relaciones sexuales a cambio de no detenerlas. En Francia, más de treinta asociaciones defienden los derechos de quienes se ven en situación de prostituirse. Muchas de sus dirigentes son mujeres que han conseguido abandonar esa situación, otras continúan en ella, pero en público jamás lo admitirían.
Kouka García es de las que no se calla. Ella se niega a presentarse como una víctima. “Yo sabía qué venía a hacer a París, nadie me trajo engañada”, dice. Se muestra crítica con su pasado, pero también le gusta recordar la época en que vivía de la calle. “Claro que eran otros tiempos: no había violencia ni trata de blancas, nadie te robaba la recaudación e incluso pasaba el chico de las gaseosas.” Su único pesar es haber visto morir de sida a varias amigas, solas, sin una moneda y en un hospital de un país extranjero. Pero se siente agradecida: cuando trabajaba, con frecuencia no usaba preservativo y el VIH le pasó de cerca. “Tuve mucha suerte, la verdad es que no sé cómo me salvé.” En los ‘90, decidió dedicarse a la prevención de enfermedades de transmisión sexual. Una ONG la contrató como “mediadora en salud pública” y por primera vez en diez años pudo dejar la prostitución.
Sin embargo, siguió yendo al bosque, repartiendo preservativos y café e improvisando charlas de prevención en el césped. Con el tiempo se transformó en la referencia obligada para las transgénero argentinas que desembarcan en París, frecuentemente derivadas por el propio consulado argentino. Muchas sans papiers latinoamericanas acuden a ella cuando la policía ordena su expulsión del país, pero en la mayoría de los casos Kouka sólo puede recomendarles que se pacseen, o sea que se unan a un ciudadano francés mediante el PACS (Pacto Civil de Solidaridad), aprobado en 1999 y que da un estatuto legal a las parejas no casadas, de igual o distinto sexo. “De este modo tendrán seguridad social, permiso para trabajar y residir”, indica.
Pari-T tiene registradas a 38 transgénero argentinas que residen legalmente en Francia. “Sin papeles debe haber otras 30, pero esta cifra varía todo el tiempo porque entran y salen del país constantemente”, sostiene su fundadora. En sus quince años de activismo conoció varios casos de hombres casados y con hijos que, un buen día, a los cuarenta años, decidieron vivir como una mujer. El miedo a la discriminación es un freno poderoso, pero “cuando hay hijos y esposa de por medio, me parece egoísta tomar esa decisión tardíamente. Entiendo que no es fácil hacerlo cuando una es joven, pero yo abandoné a mi familia y no la vi más. Ese fue el precio que tuve que pagar”, indica Kouka.
Así y todo, concede que es más fácil ser trans en Francia que en Argentina. A pesar de que la sociedad francesa es “muy conservadora”, indica, en ese país hay una mayor conciencia sobre las diferencias de identidad de género y un Estado de Bienestar que todavía funciona en beneficio de los que menos tienen. “Pero no me quedan resentimientos, siempre busco por Internet fotos de Esperanza, y me agarra la nostalgia. Algún día voy a volver.”
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