Tacón punta, tacón punta... caminar es todo un arte para ellas, una mezcla de equilibrio y destreza que han logrado conquistar con mucha práctica, pues los zapatos de plataforma que calzan al trabajar no fueron diseñados pensando en su anatomía masculina.
Son hombres que en su adolescencia se percataron de que les había tocado el cuerpo equivocado y se rehusaron a vivir negando su esencia. Se aventuraron entonces no solo a vestir como mujeres, sino a adoptar por completo el género femenino.
Las circunstancias las hicieron ejercer como trabajadoras sexuales, a caminar por las calles en busca de clientes anónimos, sorteando el frío de la madrugada, peligros nocturnos, insultos morbosos y el eterno descontento de los vecinos de las zonas que frecuentan.
Nunca pierden el glamour. La elegancia está en el contoneo, y el secreto, en tener la frente en alto, de forma digna y orgullosa, incluso con un poco de soberbia, al estilo Sex and the city o American Next Top Model, series de las que Angie, Alondra y Antonieta se confiesan amantes.
Ellas tres narraron a Proa sus vivencias y explicaron el porqué de sus decisiones. Aseguran que de nacer otra vez –empezar de nuevo sus días– lo harían todo exactamente igual.
Esto pese a que sus libretas de apuntes están rayadas por el rechazo y la incomprensión.
“Todo lo que he pasado me ha hecho lo que soy ahora, y estoy agradecida”, dice Antonieta, al tiempo que, para evitar discursos lastimeros y emotivos, aclara que en el recorrido de su existencia no ha sido ninguna “santa”.
“La vida te da muchos golpes, al principio sos muy inocente, pero te volvés aguerrida y agresiva. Son cosas que se aprenden con el tiempo”, detalla Antonieta, quien fue trabajadora del sexo durante 23 años y ahora se dedica a coordinar un albergue para personas portadoras de VIH.
Angie y Alondra también laboran en acción social: lo hacen en la organización no gubernamental Bitransg, la cual busca mejorar la calidad de vida de la población transexual y travesti. Allí se brinda asesoría psicológica y legal a las trabajadoras del sexo y se realizan campañas para incentivar el uso del condón.
Transexuales son aquellas personas que adoptan el estilo de vida del sexo opuesto las 24 horas del día y que utilizan hormonas o recurren al bisturí para asemejarse más al género al que desean pertenecer. Travestis, por su parte, son quienes se visten como el sexo opuesto, pero no lo hacen en jornada de tiempo completo y tampoco sienten la necesidad de acudir a una sala de operaciones o a inhibidores androgénicos para modificar su apariencia. No hay datos de cuántas personas trans (término que agrupa a transexuales y travestis) hay en Costa Rica, pero las organizaciones que atienden a esta población estiman que puede haber unas 400 laborando en servicios sexuales.
Alondra a prueba de todo
Se subió al vehículo en los alrededores de la Clínica Bíblica. El cliente la convenció de que lo acompañara hasta un motel en San Francisco de Dos Ríos, pero después de muchas vueltas innecesarias, detuvo el carro en una calle oscura y sacó una pistola.
Alondra comprendió que era su vida o la del tipo, así que se le lanzó encima. Comenzó un forcejeo lleno de puños, patadas y arañazos. En un descuido, la trabajadora del sexo bajó la guardia y el agresor le dio con la pistola, dejándola inconsciente.
Cuando despertó, el carro avanzaba en medio de montañas sobre un camino en penumbras, y el sujeto la apuntaba con el arma mientras conducía. “No intente nada, usted es muy atrevida”, amenazó el agresor, narra Alondra, quien con serenidad relató la historia a Proa en el local de Bitransg.
Se estacionaron en pleno monte, donde había otro carro, del cual salieron cuatro ocupantes. Entre todos, bajaron a Alondra y la comenzaron a patear y a golpear; ella solo atinaba a taparse los pechos y el rostro.
“Creo que la matamos”, dijo uno de los hombres, pero otro se percató de que la transexual aún respiraba. Como gracia final, la desnudaron y la dejaron botada en un lugar remoto y desconocido.
Ella logró caminar hasta una parada de autobús, donde se sentó a llorar. Más tarde pasó un taxista y le brindó ayuda. “Eran como las 3 de la mañana y estaba en San Ramón de Tres Ríos. A veces pienso que si eso no me mató ya nada me va a matar”, reflexiona al concluir su relato.
Esto ocurrió hace siete años, pero el panorama no ha cambiado. Cuenta Alondra que estos tipos de agresión son una amenaza inseparable del oficio, que en el trabajo sexual de la calle nunca se sabe si se va a volver a casa al final de la jornada.
–¿Pero también hay transexuales que roban y agreden a los clientes, o no?, le cuestiono, a lo que responde de forma afirmativa poniendo cara de “obvio”.
“En la calle hay de todo, inseguridad hay en todas partes, ¿no ha visto como anda el país?”, agrega en tono respondón.
Alondra tiene 30 años, cabello largo, cejas finas y hombros anchos; pero de su físico lo que más llama la atención son dos enormes pechos que le ganan por goleada a los de Pamela Anderson.
“En realidad yo no me operé, me inyecté una solución salina (compuesto químico)”, dice antes de confesar que “tener tetas” era uno de los sueños de su vida.
Tal y como lo hizo Alondra, muchos transexuales recurren a métodos poco ortodoxos para hacer crecer sus pechos, desarrollar caderas o tonificar glúteos.
Natasha Jiménez, la coordinadora de la organización internacional Mulabi, la cual promueve el respeto a la diversidad sexual y los derechos de la población transexual, relata que ante la imposibilidad de pagar un implante de pechos, el cual ronda los $2.500 ó ¢1.250.000 (para quienes fisiológicamente son hombres), muchos trans se inyectan aceite mineral, aceite de cocina o silicón industrial, con lo cual ponen en riesgo su salud. “Son prácticas que se hacen sin control y en total clandestinidad”, alerta.
Jiménez, quien también es transexual, sostiene además que en el país no se realiza la operación de reasignación de sexo –vaginoplastía–. Quienes optan por tal procedimiento viajan a España o a Ecuador para realizárselo.
Sin embargo, pocos transexuales quieren someterse a dicha intervención pues, aunque se sienten mujeres, están muy a gusto con sus genitales.
Ejemplo de ello es Alondra, quien relata que, en el trabajo sexual, el órgano viril es un plus. “Los clientes que buscan a un transexual lo que quieren es una mujer con pene”.
No obstante, a la hora de vestirse, las trans se lo camuflan entre la ropa interior; por lo general lo aplastan hacia atrás.
Alondra dio sus primeros pasos como trabajadora sexual a los 17 años, cuando emigró de su natal Liberia hacia San José para terminar el colegio. Ya para ese entonces había adoptado conductas femeninas y eso la hizo víctima de la intolerancia. Debido a esto, dejó los estudios.
Por esas fechas, su madre acababa de fallecer y ella se vio en una complicada situación económica. “Tenía que comer y pagar el alquiler, es la ley de la sobrevivencia”, recuerda.
–¿Pero no intentó trabajar en otra cosa?, la interrumpo.
“Si me hubieran dado la oportunidad, yo con gusto hubiera trabajado; pero no me la dieron, no me aceptaban como soy”.
Natasha Jiménez explica que ser transexual no implica necesariamente ser sexoservidora, más bien es una consecuencia de un círculo de marginalidad.
“Son personas que, por su condición, han sido rechazadas desde muy jóvenes, no terminaron los estudios, carecen de experiencia laboral, no tienen apoyo familiar y a veces hasta las echan de la casa. Entonces, la prostitución se presenta como una de las pocas opciones”, razona la promotora de derechos.
Desde hace un mes, Alondra no sale a trabajar; dice que quiere buscar un empleo “menos movido” así como estudiar y capacitarse en otras áreas .
Angie, ama de casa de día
Angie tenía apenas 16 años cuando se percató de su condición. “Me di cuenta de que había algo diferente en mí, era 100% femenina y me gustaban los hombres, así que tomé la decisión de vestirme como mujer”, narra.
–Algunos piensan que los transexuales fueron víctima de algún tipo de abuso cuando niños. ¿Es ese su caso?, interrumpo.
“No, nada que ver, lo mío fue voluntad propia”, contesta.
La transexualidad no tiene que ver con una enfermedad, desviación o trastorno psiquiátrico o psicológico; es una cuestión de identidad. Así lo asegura Natasha Jiménez, de Mulabi.
“Simplemente hay que entender que hay un abanico de opciones en cuanto a la identidad sexual. Se nos dice que se es hombre o se es mujer; pero no debe ser así necesariamente...”, añade.
Al principio, relata Angie, no recibió el apoyo de su familia, lo que aunado al hecho de que no consiguió empleo, la llevó a dedicarse al servicio sexual.
Ejerció durante diez años seguidos, luego se juntó con su primera pareja y se retiró de las calles por tres lustros. Al romper la relación, regresó al oficio.
Ahora tiene 44 años, aunque el vasto maquillaje que utiliza y sus tonificados brazos y piernas la hacen verse más joven. En la calle, las edades de estas personas oscilan entre 18 y 55 años.
Angie complementa su trabajo nocturno con una jornada diurna como ama de casa. Cocina, lava y plancha para su nueva pareja, un hombre que respeta su oficio; llevan juntos cinco años.
Él, quien labora como oficial de seguridad, aporta los mayores ingresos al hogar, pero lo que genera Angie no es despreciable para la economía casera.
Los precios de estos servicios rondan entre ¢15.000 y ¢20.000 por “sexo completo” y entre ¢5.000 y ¢7.000 por sexo oral.
En una noche, Angie puede atender a unas cuatro personas, en un horario que va de las 9 p. m. a la 1 a. m.
–Cuando se va a trabajar por la noches, ¿no le da miedo y no le cuesta dejar su vida hogareña?
“Pues sí, pero no queda más que encomendarme a mi Dios”.
Angie es bastante creyente, cita la Biblia con frecuencia y por su mente ni se asoma la idea de que pueda recibir algún castigo divino o rechazo celestial debido a su condición, como podrían pensarlo algunos.
La transfobia (odio y rechazo a las personas transexuales) –según explica Natasha Jiménez– se debe en parte a posturas fundamentalistas que se tejen desde los púlpitos, independientemente de la religión.
“Se basan en pasajes bíblicos que sacan de contexto para atacarnos. A mí en una iglesia evangélica me llamaron ‘engendro de Satanás’”, relata la activista.
Angie sueña con tener una empresa y poder dar empleo a otras transexuales; también quisiera poder compartir más con sus propios familiares, los que, al cabo del tiempo, la terminaron aceptando. “Ya me ven como a una hermana y mis sobrinos me llaman ‘tía’; son muy cariñosos”.
Antonieta, dignidad a tope
Antonieta nos recibió en el hogar Nuestra Señora del Carmen en La Uruca, un albergue para personas portadoras de VIH-sida. Allí, ella se encarga de dar atención a unos 13 enfermos; les proporciona medicinas y los acompaña a citas médicas.
Estima que lo más importante es preservar la dignidad humana. Hace su trabajo gustosa y lo ve como una forma de agradecerle a la vida pues, a sus 54 años, reconoce que caminó por sendas desordenadas y se alegra de estar viva para contarlo.
Su nombre original es Mario, pero desde los 17 años adoptó nombre de mujer y hasta los 40 se desempeñó en trabajos sexuales. A esa edad decidió retirarse.
Desde los 10 años se dio cuenta de que era homosexual y pocos años después comenzó a intimar con hombres mayores, pero no fue hasta que dejó Turrialba –donde nació y creció– para radicar en San José cuando comenzó su carrera como transexual en la prostitución.
“Al principio lo hice porque lo que me pagaban me permitía tener cierto estilo de vida; podía ir a Ojo de Agua, al cine y a comer. Luego ya hasta me puse mi propio apartamento”, relata.
Sin embargo, cuenta que aquel estilo de vida la terminó agotando. “En ese ambiente había mucho alcohol y drogas, era una loquera”, recuerda Antonieta, quien, además se inyectó muchas hormonas, las cuales les generaron diversos malestares.
El kit básico de hormonas que ingieren los transexuales incluye estrógenos y progesterona antiandrógenos, las cuales permiten que se desarrollen los pechos y se afine la voz. La mayoría de trans consumen estos cocteles sin supervisión médica.
Hoy Antonieta lleva una vida más calmada, pero aclara que, de cuando en cuando, se pone su mejor maquillaje y sale a bailar a las discos de moda.
Antonieta, Alondra y Angie aseguran que la felicidad está en “aceptarse tal y como son”. Las muchachas afirman sentir lástima por quienes las ven con odio y reprobación .
“Deben ser personas que se sienten muy solas e insatisfechas con sus vidas”, reflexiona Angie, quien está muy orgullosa de la mujer que dice ser.