REVERENDO SEAN DENNISON
Sociedad Unitaria Universalista del Valle Sur,Ciudad del Lago Salado, Utah, EUA, 12 de marzo de 2006.
ESTE SERMON CUENTA MI HISTORIA. SE LLAMA:“LA INTEGRIDAD DE LO INTERMEDIO”
SERMÓN: Recuerdo cuando tenía unos 17 años de edad y una nueva familia se mudó justo a la casa de enfrente. Podía ver que tenían hijos como de mi edad y estaba llena de preguntas y de esperanza de que estos nuevos niños y yo nos hiciéramos buenos amigos. Quería atravesar corriendo la calle y bombardear con preguntas a la nueva familia. ¿Quiénes son? ¿De dónde son? ¿Cómo es allá? ¿Cuál es su sabor favorito de helado?
Al mismo tiempo, yo era demasiado tímido, y demasiado educado para no controlar este impulso. Sabía que tendría que esperar a que la nueva familia se estableciera y se revelaran ante mí y los otros vecinos a su propio paso. Aún así, mi curiosidad era tan fuerte que me resultaba casi dolorosa. Pasó lo que me pareció una eternidad, pero eventualmente, la nueva familia se presentó con nosotros, su hija Sara, y yo, nos hicimos las mejores amigas.
He aprendido algunas cuantas cositas desde que tenía 7 años. Una de ellas es que si quiero llegar a conocer a alguien, hay formas mucho mejores de hacerlo que montar mi propia inquisición personal. De hecho, una de las mejores maneras que he encontrado de llegar a conocer gente es abrirme y contar mi historia.
Ahora que, para cualquiera, contra su historia es una cosa arriesgada. Es por ello que mi madre me enseñó y a dejar que la familia de la casa de enfrente se desenvolviera a su propio paso. Mi historia, también, es algo arriesgada y un tanto inusual. Me tomó algunos años arriesgarme a contarla por primera vez, e incluso más hacerlo desde el púlpito. Pero una vez que asumí ese riesgo descubrí algunas cosas maravillosas.
Cuando me permití darme a conocer, finalmente pude confiar en lo que dijo Parker Palmer que era cierto:
"He aquí la noción más central de la experiencia espiritual: somos conocidos en detalle y a profundidad por el amor que nos creó y nos sostiene…conocidos como miembros de una comunidad que depende de nosotros, y de la que dependemos".
Ya no tengo que estar solo, temeroso, ni aislado. Eso resultó verdadero en un sentido espiritual para mí, pero también fue cierto en un sentido práctico. Lo que sucedió cuando comencé a contar mi historia a otros es que esos otros comenzaron a contarme sus historias. Y la profundidad y amplitud de mi comunidad creció.
He llegado a entender que una de las mejores cosas que puedo hacer, uno de los actos fundacionales del ministerio que puedo ofrecer a los unitarios universalistas es contar mi historia. Desde luego, no puedo contarla completa –nos llevaría muchas horas y terminaríamos bastante hambrientos y desesperados. Pero puedo contar hoy la parte que es un tanto más inusual, que me ha enseñado más, y que literal y espiritualmente me hizo ser quien soy hoy:
Soy transgénero.
Ahora que “transgénero” es una palabra bastante nueva, y su significado no queda frecuentemente muy claro, ni siquiera para quienes somos descritos así. En mi caso, significa dos cosas: que nací mujer y ahora soy hombre, y que honro esta jornada de vida siendo honesto en cuanto a mi experiencia como mujer y como hombre. Esto no es igualmente cierto para cada persona transgénera. Muchas de mis amistades transgéneras sienten que siempre pertenecieron a un solo género y que van cambiando, o cambiaron, sus cuerpos para hacerlos concordar con el género del que siempre se supieron parte. Esa es su jornada.
Mi jornada ha sido luchar para vivir en lo que Rita Nakashima Brock llama la “integridad intersticial”. Ella describe esta clase de integridad desde su experiencia como mujer multirracial. Dice: "Lo intersticial se refiere a los lugares intermedios, que son lugares reales, como el fuerte tejido conectivo entre los órganos del cuerpo, que mantiene unidas a las partes. Esta intersticialidad es una forma de integridad…La integridad tiene que ver con ser completos, con que no nos falte, ni se nos haya quitado ninguna parte". Este es el corazón de lo que significa para ustedes y para mí mi historia. Mi vida es una jornada hacia la integridad y la compleción de quien soy, y una jornada que me permite ver dentro de dos mundos. Soy un hombre transgénero.
Esta historia comienza en un pequeño pueblo de Iowa, en el que nací y me crié. Mi familia tenía dificultades y estaba en un lugar difícil. A veces me describo como un poeta en una casa sin libros. Verdaderamente, el género no era una cuestión la mayor parte del tiempo. Lo ignoré mientras pude y seguía la corriente cuando era absolutamente necesario. Estaba incómodo con lo que eso que experimentaba como las trampas de ser niña –el color rosa, los holanes y volantes, así como la inacción frustrante¬– pero estaba segura que todas las niñas odiarían esas cosas.
Pasé 30 años en Iowa, en el constante intento de ajustarme. Nunca lo logré del todo, pero construí amistades maravillosas (la mayoría de ellas en la fraternidad unitaria universalista local) con gente que me aceptaba como una mujer un tanto masculina que criaba un hijo pequeño como madre soltera.
Tenía 29 años cuando por primera vez me cuestioné sobre mi género. Leí la novela Stone Butch Blues de Leslie Feinberg, y pude identificarme emocionalmente con el personaje principal, Jess. Me cautivaba la historia de la elección de Jess de vivir en el mundo como hombre, incluso a pesar de que era una historia terriblemente dolorosa. Aun a pesar de las tragedias en la vida de Jess, no pude evitar ver las posibilidades para mí. Por primera vez supe que era posible cambiar mi género.
Posteriormente ese año, el Segundo libro de Leslie Feinberg, Guerreros transgénero fue publicada por Beacon Press [editorial de la Asociación Unitaria Universalista]. Le pedí a un amigo que vino a Iowa a ayudarnos a mi hijo y a mí a mudarnos a California para iniciar el seminario que trajera un ejemplar consigo. Nos lo leímos en voz alta en el camión en movimiento durante el viaje de 4 días a Berkeley; así llegué a darme cuenta de que las historias en el libro eran mi propia historia. Vi mi rostro en los retratos que Feinberg había reunido y vi mis preguntas, mis sentimientos, y mi lucha en las historias de otras personas transgéneras. Comencé a preguntarme quién era, en lo profundo del centro de mi ser.
Me conmocionó darme cuenta de que en lo profundo me sentía más como un chico adolescente que como una mujer adulta. Había pasado años intentando adaptarme a las diferentes identidades femeninas disponibles para mí, pero ninguna de ellas me quedó, dejándome con una gran frustración. Intenté cumplir con la visión cristiana fundamentalista de la mujer; intenté ser una buena feminista radical, había tratado de ser una buena madre, intenté ser una buena lesbiana, e intenté diseñar mi propia definición de mujer y vivirla. Pero leer las historias de otras personas transgéneras me hizo darme cuenta de que lo que siempre había querido ser cuando creciera era ser un hombre. Me conmocionó y atemorizó la intensidad de ese deseo.
Una noche después de haberme establecido en nuestro nuevo departamento de Berkeley, tuve un sueño. Fue un sueño que había tenido muchas veces antes en el que trataba de vislumbrar algo de mi reflejo en un espejo, pero sin importar cómo me retorciera y volteara, no podía ver mi rostro. Lloraba y luchaba por estirarme y contorsionarme hasta alcanzar alguna posición en la que pudiera verme, pero nunca lo lograba. Sin embargo, ésta vez, en el sueño, escuché una voz que decía, “Mueve el espejo”. Así que me estiré y tome el espejo entre mis manos y le di una vuelta completa. Allí, en lo que debía haber sido el reverso inútil del espejo había un sueño duro –duro, puesto que me llamaba a tomar una decisión sobre mi vida. ¿Me quedaría dentro de la cajita marcada “F” por femenino desde mi nacimiento, o viviría lo que sentía verdadero y real para mí? ¿Escogería vivir con integridad?
La parte más difícil de esta decisión, aparte de bregar con todos los sentimientos que evocaba en la gente que amaba, era la sensación de que tenía que escoger masculino o femenino. Había pasado 30 años como mujer, seis de ellos como madre, y ahora sentía que se suponía que negara todo ello y que viviera como otra clase de criatura –un hombre. Todo o nada. La cajita marcada “F” o la marcada “M.”
Mi vida no tiene que ajustarse a esas cajas. Mi género no es tan simple. Tan duro como había sido tratar de escoger uno o el otro, lo que es verdad para mí es que soy de ambos. Es más cómodo y más auténtico para mí moverme por el mundo como hombre. En mi más profundo conocimiento de mí mismo, un rostro masculino, un cuerpo masculino, y una identidad masculina se sentían verdaderos. Cuando pienso en mí o me describo, es como hombre.
Al mismo tiempo, viví 30 años de mi vida como mujer. Sé lo que es ser mujer en esta sociedad. Sé cómo es ser vulnerable a un asalto sexual, que se espere que seas más maternal que ambiciosa, lo que es ser una madre soltera que luchaba por cumplir sus objetivos. No puedo descartar así como así ese conocimiento, ni pretender que esos 30 años fueron un error. No puedo elegir un lado de mí por encima del otro. Elegir sería como estar dispuesto a dejar que una parte de mí se marchite y muera. Negar que vivo en un cuerpo que nació mujer, y que viví como mujer 30 años, sería igual de doloroso que lo que fue vivir en la negación de mi conocimiento de mí mismo como hombre.
En el proceso de comprender esto usé muchos recursos. Aprendí mucho sobre la historia transgénera. Aprendí que en el pasado, uno no podía atravesar el escrutinio del sistema médico a menos que uno hubiera creado algo llamado una “historia plausible”. Una historia plausible para mí habría sido una historia creada sobre mi vida como niño, adolescente, y hombre joven. En resumen, habría sido una mentira. ¡Pero no hice todo esto para vivir una mentira! Hice esto para decir la verdad sobre quién soy.
Cuando Rita Nakashima Brock escribió sobre la integridad intersticial, me mostró que entendía algo que era vital para mí. Ella entiende lo que se siente cuando las categorías son demasiado pequeñas y demasiado poco imaginativas para sustentar su vida. Y lo que llama integridad intersticial es un acto de resistencia –un acto liberador– en un mundo que busca confinarnos en una visión sobresimplificada de lo que es ser humanos.
Hay muchas razones por las que esta sociedad quiere que seamos completamente cuantificables. Pues para el mercado y el análisis estadístico, sería mucho más fácil si fuéramos digitales –es decir, que cada detalle de nuestras vidas fuera codificable como un ‘1’ o un ‘0’, una ‘F’ o una ‘M’, un nosotros o ellos. Para que seamos realmente buenos consumidores de esta cultura, debemos estar dispuestos a hacernos lo suficientemente pequeños para caber en sus cajitas en todos los formatos.
Es útil para la gente que valora las ganancias, la eficiencia y los balances contables tener cajas y categorías para colocarnos. Pero los seres humanos y nuestras vidas somos mucho más que eso. Cuando Rita Nakashima Brock señala y nos hace saber que, “los lugares intermedios… son lugares reales” me recuerda la belleza, la fuerza y la absoluta necesidad de todo lo que yace entre las cajitas de esta cultura.
La integridad intersticial es el corazón de mi historia. Los músculos, los tendones, los ligamentos y las fibras que nos mantienen unidos en un solo cuerpo son la fortaleza y la substancia real de ese cuerpo. Sin ellos seríamos tan sólo montones de huesos. Es un acto de valor y un acto de liberación recordar todo lo que somos. Recordar significa ser concientes de todas las partes de nosotros mismos que son demasiado complejas, demasiado desordenadas, demasiado sólidas para ser encuadradas en las cajas imaginarias. Reivindicar estas partes de nosotros es una labor de integridad, y la integridad es una de las cosas que como individuos, y como sociedad, necesitamos más.
No es necesario ser transgénero para saber lo que se siente ser aplastados dentro de un rol o una caja incómoda o dolorosa. Este es el corazón de todo movimiento por la justicia social. Las mujeres saben lo que se siente ser definidas de maneras que no sustentan su fuerza y su valor. Cualquiera cuya piel no sea blanca sabe lo que se siente estar limitados por las definiciones de los otros sobre su lugar y su poder en el mundo. La gente guei, lesbiana o bisexual sabe lo que es que te hagan pequeño a través del prejuicio y que te definan sólo por una pequeña parte de todo tu ser. Todos sabemos. Incluso los hombres blancos heterosexuales con cuerpos saludables y mentes fuertes conocen el dolor de ser juzgado y limitado por las presuposiciones de los otros.
Uno no tiene que luchar con cuestiones de identidad para entender como se siente estar en medio. Todos experimentamos momentos intermedios. Momentos en que no estamos seguros de corresponder a un lugar o a otro. Momentos en los que el cambio nos toma por sorpresa, y nos deja un poco conmocionados y desorientados. Estos son momentos intermedios, y pueden ser difíciles, aunque los lugares y momentos intermedios también son increíblemente bellos. Llenos de posibilidades y de energía creativa. Hay lugares y momentos en los que hemos de tomar nuevas decisiones sobre nuestras vidas. Podemos recrearnos, renovar nuestra visión y nuestra esperanza.
Cuando trato de expresar el poder y la belleza de lo intermedio me inspiran el esplendor y la belleza del amanecer, y la silenciosa tranquilidad del ocaso. En estos momentos, entre la noche y el día, nuestra visión se ajusta, nos damos tiempo para prepararnos para lo que sigue, y disfrutamos la belleza de lo que es. El crepúsculo es un momento real, un bello momento, y un momento necesario. No creo que ninguno de nosotros prefiera que la noche se torne día sin ninguna transición, como si alguien activara un interruptor gigante. El impacto y el deslumbramiento sería excesivo.
Hay algo necesario y especial en lo intermedio. Cuando veo el mundo y veo la maldad, es frecuentemente en la forma de una dualidad reforzada. Somos nosotros. Son ellos. Los hombres son de Marte. Las mujeres son de Venus. La gente blanca es de una forma; la gente de color, de otra. Cuando imaginamos un mundo en el que la justicia fluya como el agua, veo que esa inundación se lleva consigo las categorías, y nos deja con el desorden intermedio, juntos, como seres humanos. En una de mis lecturas favoritas de nuestro himnario, Judy Chicago lo imaginó así:
- Y entonces todo lo que nos había dividido nos fusionará
- Y entonces la compasión se casará con el poder
- Y entonces la suavidad llegará a un mundo que es áspero y grosero
- Y entonces, tanto los hombres, como las mujeres serán amables
- Y entonces, tanto los hombres, como las mujeres serán fuertes
- Y entonces nadie estará a merced de la voluntad de otro
- Y entonces todos serán ricos, libres y variados
- Y entonces la avaricia de algunos dejará lugar a las necesidades de muchos
- Y entonces todos compartirán con igualdad la abundancia de la Tierra
- Y entonces todos cuidaran a los enfermos, a los débiles y a los viejos
- Y entonces todos nutrirán a los jóvenes
- Y entonces todos apreciaran a todas las criaturas vivientes
- Y entonces todos vivirán en armonía entre sí y con la Tierra
- Y entonces todos los lugares serán llamados Edén de nuevo.
Que así sea. Ashé. Bendito sea y Amén.
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