Historias de personas que, ya entrados los años, decidieron aceptarse de un género diferente al del sexo con el que nacieron.
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Hasta los 11 años Cecilia Jaime tenía una fantasía: soñaba con que de grande todo iba a cambiar y que por fin en ese momento iba a poder lucir el pelo largo, que rozaría con el vestido que siempre había querido usar. Pero la mezcla de culpa y negación la llevaron a esconder algo que parecía tan solo un sueño.“Una lo que sufre es el cuerpo”, dice Cecilia, hoy de 54 años.
La genitalidad con la que nació marcaba que “tenía” que ser un hombre, aunque nunca se sintió como tal. El “deber ser” y la culpa la llevaron a reprimir lo que le pasaba desde chica, cuando en el colegio odiaba estar en la fila de los varones. Recién hace 5 años, a los 49, decidió aceptar lo que el espejo le negaba.
“Vengo de una familia católica, entonces lo que me pasaba lo veía como un pecado. Intenté reprimirlo siempre. En un momento cerré la persiana de una parte de mi vida, porque pensaba que como estaba pecando iba a estar condenada”.
El sentimiento de culpa hizo que durante mucho tiempo retrasara la decisión de lo que ella realmente quería: “Nunca me sentí un hombre”, afirma. Así pasó gran parte de su vida, abominando su cuerpo, sin interés ni expectativas, encerrándose cada vez más en sí misma. Hasta llegó a pensar en el suicidio. Les llegó a decir a sus hermanos, una más grande y dos varones más chicos, que tenía un problema que se iba a llevar a la tumba.
En 2004, después de que muriera su papá, le confesó a su hermana que atravesaba una crisis de identidad sexual: “Le dije que me sentía mujer por más que tuviera cuerpo de hombre”, cuenta Cecilia. Después se animó a contárselo a sus hermanos, a quienes les costó más comprender su decisión: “Me tomaban como referente. Les chocaba, no entendían. Y yo les decía, '¿no te diste cuenta de que nunca tuve una novia, que nunca hablaba de mujeres?”, recuerda.
Cecilia es técnica electrónica dentro del ámbito de la música, donde su cambio no implicó rechazos, aunque sí los hubo con los compañeros con los que tenía una banda: “De repente no tenían más tiempo, pero a la semana estaban tocando con otro grupo. Uno me dijo que no había problema, pero un día vino a decirme que tenía vergüenza de estar conmigo y hace dos meses que no contesta los llamados ni los mensajes de texto”.
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Alejandro Altieri, de 52 años, siempre tuvo claro lo que era. La imagen femenina que le devolvía el espejo no representaba lo que sentía por dentro. “Con los años me empecé a cortar el pelo para parecer más varoncito”, dice. Pero el dedo índice de la sociedad, que a veces se mete con la genitalidad de nacimiento de las personas señalando que al género masculino o femenino les corresponde un órgano reproductivo determinado, empezó a dificultarle conseguir un trabajo.
“Me rechazaban porque mi imagen no era la que veían en mi DNI. Entonces a los 28 años volví hacia atrás y me tuve que volver a vestir como una mujer, me dejaba el cabello largo. Me sentía travestido porque siempre me consideré un hombre. Tenía que vivir una vida que era una farsa, la sociedad y la Iglesia te condicionan”, afirma Alejandro.
Hace algunos años el contexto social, la sanción de leyes como la de identidad de género y la apertura que se viene dando en cuanto a la diversidad sexual, estimularon a Alejandro para que comenzara a vivir su vida como siempre la sintió: como un hombre.
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Maiamar Abrodos se hizo conocida cuando el año pasado el juez Miguel Güiraldes le negó la modificación de su identidad y dijo que la operación para cambiar el sexo le daba “escalofríos” y que la consideraba una “mutilación”. A sus 46 años, es actriz, profesora en el Instituto Universitario Nacional del Arte (IUNA) y en la Escuela Metropolitana de Arte Dramático (EMAD), y hoy, con un panorama distinto, cuenta:
"Estoy operada desde enero y ahora me siento tranquila y conforme. Yo vivía alejada de mi cuerpo, lo tenía pero no era vivencialmente mío. Estaba todo el tiempo fuera de mí. Fue un momento muy difícil, una decisión muy dolorosa que nunca pensé que iba a tomar. Me dije 'tengo que seguir, yo voy a ser quien soy' y en 2007 sin saber nada, empecé a comprar hormonas”.
Ella tenía 41 años en ese momento y, aunque ahora no entiende cómo aguantaba antes vivir bajo la identidad de un hombre, reflexiona: “No era gay, no era hombre, desde toda la vida fui mujer; estaba oculta en mí, en una oscuridad propia”. El contexto social, que muchas veces empuja hacia actividades marginales dada la discriminación, no la ayudaba demasiado a adelantar la decisión: “Me sostengo a mí misma económicamente, entonces me guardé en mi lugar porque no quería prostituirme”, afirma.
Cuando la cárcel es lo físico, cuando el cuerpo se sufre, pareciera no haber escapatoria. Pero los espejos todavía no reflejan sentimientos ni emociones. Y quizás, como Cecilia, Alejandro y Maiamar, cueste mucho tiempo tomar la decisión de aceptar lo que los propios ojos ven, lo que el cuerpo siente en realidad. Pero sin dedos que prediquen lo que se “debe ser” el camino será más fácil.
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