lunes, 17 de marzo de 2008

Carta de un travesti a su esposa


Mi adorada:

Al momento de escribir esta carta, me encuentro a miles de millas de distancia de ti y mucho me duele esta separación. Tengo presente, y esto me hace quererte más aún, el saber que tu te encuentras atrapada en un laberinto de confusión mental, aunque a mí no me manifiestes más que tranquilidad y bienestar cuando estoy contigo.

Quisiera aprovechar estas horas de calma para esbozar para ti ciertas informaciones acerca de mis fuertes impulsos transgenéricos, de los que tu estás enterada. Confío en que puedan aliviar parte de tu confusión y ansiedad. Aprecio tus esfuerzos por informarte mejor acerca de la naturaleza de mi aberración * (a falta de una palabra más adecuada) leyendo cuanto texto especializado puedes conseguir. Permíteme asegurarte, adorada mía, que yo ya he pasado por todo eso, igual que cualquier otro travesti que haya conocido, con mucho mayor avidez y con mayor profundidad de asimilación de la que creo puedas llegar a tener tu con respecto a esta cuestión, simplemente por el hecho de que tu no eres uno de nosotros. Déjame que intente, en mi calidad de persona involucrada, tratar de allanar el camino de tu búsqueda por medio de estas breves, escuetas explicaciones.

Nadie, hasta ahora, ha conseguido explicar satisfactoriamente las causas de esta conducta; así, a falta de una mejor, te expongo la mía: En primer lugar, a estas alturas tu ya sabes que el travestismo constituye un fin en sí mismo y que nada tiene que ver con lo que tu conoces como homosexualidad. Una década de dedicadas relaciones conyugales, de múltiple paternidad, de integridad, de amor por tí, estoy seguro de que son pruebas suficientes para tí y que tu lo entiendes mejor que nadie. Confío plenamente en tu inteligencia. Abre tu corazón y pregúntate si el hombre que es el padre de nuestros hijos, tu esposo y tu amante debe o puede ser marcado con tan cruel calificativo.

Esta ausencia de vinculación con conductas invertidas, ya sea declaradas o latentes, ha sido expuesta por opiniones tan autorizadas como son todos los investigadores clásicos como Freud, Krafft-Ebbing, Jung, etc. y puedes comprobarlo por tu propio conocimiento de mí. Estos estudiosos también han demostrado a su satisfacción que la represión o rechazo de este impulso sólo redunda en otros tipos de personalidad de naturaleza indeseable debido precisamente a haber coartado la necesidad de su expresión. También han comprobado que esta condición no responde a ningún método o tratamiento, ni físico ni psicológico; todos los intentos realizados en ese sentido sólo han contribuido a hacer más ingente la necesidad. Tu misma has sido testigo, en estos diez años, de los resultados de mis esfuerzos por abandonar mis inclinaciones, cuya inhibición me causó úlceras, hipertensión, etc., consecuencias que, con seguridad, deben haberte impresionado al grado de moverte a estimular y ayudarme a manifestar mi travestismo.

Estoy seguro de que te diste cuenta, en base a tus observaciones personales, que el método más eficaz para lograr la tranquilidad es el permitir su expresión. Y tienes razón. A partir del momento en que me diste tu aprobación y tu maravillosa asistencia, mi amor por tí y mi disfrute en nuestro matrimonio se incrementaron de una manera indescriptible. Mi vida actual está libre de falsedades y aprehensiones y he dejado atrás las profundas angustias que son el resultado de tan aguda frustración. Nosotros los travestis sabemos que la mayor parte la gente, por desconocimiento, considera que las conductas transgenéricas son una confesión explícita de homosexualidad activa o latente, o, cuando menos, una declaración de mariconería o de virilidad dudosa. Conociéndome como me conoces, querida mía, sabes que no es así. Los atributos masculinos personales que desde un principio te atrajeron a mí, tu bien lo sabes, constituyen una parte integral de mi personalidad, de la misma manera que mi travestismo. Eso ha sido desde siempre un constituyente de mí y, como tal, fue un factor definitivo que contribuyó a hacer de mí la clase de hombre que te atrajo lo suficiente como para casarte conmigo.

Para aquellos de nosotros así privilegiados (o afligidos), esta compulsión puede llegar ocasionalmente a tan incontrolable intensidad que entonces sentimos que estaríamos dispuestos a abandonar cualquier otro propósito y cualquier otra ventaja, con tal de gozar de la oportunidad de satisfacer nuestro deseo devorador. Afortunadamente, sin embargo, somos personas racionales y estamos conscientes, por supuesto, de que no es posible vivir absteniéndonos de expresar nuestras tendencias; pero, para todos y cada uno de nosotros, una existencia así restringida, no es vivir. Somos capaces de reprimir nuestros deseos si suponemos que su expresión puede causar infelicidad a nuestros seres queridos o hacerlos perder el respeto que nos tienen.

Por desgracia, vivir así nos significa una agonía constante. No hay término más apropiado que “agonía” para significar nuestro estado de ánimo. El anhelo, la ansiedad, el deseo de vivir la profunda y serena tranquilidad de un interludio de expresión travestista provoca tan intensa perturbación mental cuando nos esforzamos por negar la urgencia de nuestro impulso, que nuestra vida se convierte un una mentira complicada y amarga que va creciendo cada vez más en complejidad y confusión.

Comprendo que, debido a tu educación conservadora, hayas tenido muy poca información acerca del travestismo y que esa tan escasa información en realidad sea la opuesta a la verdad. Comprendo asimismo que tu puedas hasta cierto punto considerar una invasión de la privacía personal o una forma de divulgación de cuestiones íntimas el hecho de que tu me ayudes a transformarme en una mujer atractiva. Tal vez llegues a sentir una especie de resentimiento porque no dejas de tener consciencia de que, detrás de esos vestidos y cosméticos, sigue habiendo un varón; y no un varón cualquiera, sino aquel que tu has desposado y que no deberías ni intentar siquiera descubrir el íntimo secreto de si lo sigues atrayendo todavía y si sigues provocando su interés. ¿Por qué — te preguntas— este hombre, que es tan masculino, cuya masculinidad es lo que más me atrae de él, pretende interesarse en los detalles personales de mi arreglo y de mi guardarropa, y aprender todos los artificios, todos los trucos cosméticos de una mujer?

Voy a intentar, querida, decirte por qué y también tratar de responder a otras de tus preguntas. Mi intento bien puede llegar a ser una empresa descomunal, pero confío en que me conoces lo suficiente como para poder seguir el hilo de mi exposición aunque, de cualquier manera, intentaré exponerte mis puntos de vista en un lenguaje sencillo y comprensible, así como recurrir a las frases con las que tu ahora estás familiarizada.

Como tu bien sabes, cuando me permito dar rienda suelta a mis breves períodos de fantasía, tanto tu como nuestros amigos travestistas me tratan con el nombre de “Theresa”. Esto parece afectarte de alguna incierta manera que no consigo determinar y tu no puedes tampoco explicármela. Este detalle de trato te resultará perfectamente natural si tan sólo lo consideras de la siguiente manera: Nosotros únicamente simulamos convertirnos en chicas y nunca dejamos de estar conscientes de que, en realidad, somos varones; por lo tanto, no temas que lleguemos a estar inconformes con nuestra masculinidad ni que pretendamos transformarnos definitivamente en mujeres. Cuando nos acicalamos con prendas femeninas y logramos una apariencia tan aproximada como nos es posible con una muchacha de verdad, lo cierto es que simulamos ser una chica durante el breve tiempo de nuestra indulgencia, pero eso no es más que una simulación y nunca, definitivamente, la realidad. De ninguna forma tratamos de probar que padecemos de “personalidad múltiple” ni nada por el estilo. Usamos un pseudónimo femenino únicamente para describir nuestra URGENCIA travestista que motiva nuestras deliciosas (para nosotros) personificaciones; así como también para describir la imagen que intentamos conseguir.

El nombre femenino sólo describe esa parte de nosotros que se involucra en nuestras tendencias transgenéricas. En cualquier otra circunstancia ajena al ámbito travestista, seguramente nos molestará que alguien ajeno nos llame por ese pseudónimo y reaccionaremos en protesta. Después de todo, tu lo sabes tan bien como nosotros, no es aceptable ni adecuado, según las normas de nuestro sistema social actual, que un varón disfrute usando vestidos bonitos, cosméticos ni que se comporte con delicadeza y amabilidad extremas; no obstante, en honor a la verdad, ¿puedes imaginarte que una persona arreglada con los más bellos ornamentos femeninos, embellecida con todos los recursos del maquillaje y de la joyería, perfectamente peinada y ataviada, pueda ser tratado como “Chuck” o “Jake”, , “Flaco” o “Zurdo”? ¿No te parecería ridículo? ¿No crees que la forma habitual es más apropiada?

Nos has oído hablar a veces en términos, por ejemplo, de que “Theresa” estuvo “encerrada en el clóset” hasta que, por fin, “ella” consiguió “salir” al ganar ciertas “libertades”. Esto también parece perturbarte al grado de convencerte de que somos auténticos squizofrénicos o hasta locos de atar porque esa forma de hablar parece contradecir nuestras aseveraciones de no padecer de “múltiple personalidad”. Permíteme que te lo explique. Lo que realmente queremos decir con eso es que nos hemos visto obligados a ocultar nuestras TENDENCIAS durante años hasta que, por fin, logramos ser, en alguna medida, comprendidos y nuestros seres más queridos (tu, en mi caso) nos autorizan a ponerlas en práctica. Esta apertura nos permite aliviar en algún grado nuestra angustia, gracias a la indulgencia de nuestras esposas, pues podemos entonces liberar nuestros deseos más secretos y gozar de una determinada libertad al no tener que ocultarlos ni reprimirlos.

Puesto que tu eres una mujer de cálidos y comprensivos sentimientos, con un gran sentido común, confío sinceramente en que, a partir de ahora, estarás perfectamente tranquila con respecto a las razones por las cuales a veces soy llamado “Theresa”. Salvo en los escasos y breves períodos en que practico mis tendencias, yo sigo siendo tu Gene, como es natural y masculino. Aunque parezca extraño, pero aún cuando simulo ser “Theresa”, sigo siendo Gene. Este fenómeno te lo explicaré más adelante porque no quisiera complicar demasiado mi exposición.
Tal vez tu sientes, como les sucede a algunas mujeres, que el impulso transgenérico de tu marido — esa necesidad poderosa, auténtica e imperativa de personificar y experimentar la feminidad— deriva de alguna forma de una posible o potencial falta de femineidad de tu parte o bien de que, por alguna deficiencia de tu propio ser, carezcas del suficiente atractivo personal. Mi muy querida bienamada, tal no es absolutamente de ninguna manera el caso, como lo comprenderás en un momento. Para comenzar y con la intención de esclarecerte la cuestión, permíteme decirte que mi travestismo ha estado en mí por tanto tiempo como mi memoria alcanza y que el único efecto que tu has tenido en él es el que intento describir enseguida.


Es una verdadera hazaña de increíble complejidad, dolor y amargura para un hombre travestista el verse forzado a vivir año tras año en la íntima compañía, impuesta por el matrimonio, de una mujer tan hermosa como tu eres, ocultando hasta la más mínima expresión de su amargura y de su frustración. El estar el tiempo todo consciente de por las muestras y accesorios de su feminidad legalmente justificada y, al mismo tiempo atraído por ellas, constituye la forma más pura, la más dolorosa forma de tortura que jamás se haya inventado. Poder constatar la fragilidad y delicadeza con que ella se rodea imbuida de la naturalidad consecuente a saberse merecedora de tales atributos; ser testigo constante de sus ademanes refinados, de sus actitudes sofisticados y reconocer su confianza en sí misma y la serenidad de su conducta y porte en que se reflejan su encanto y su belleza; ansiar compartir esa pequeñas preocupaciones que le son prohibidas y en las que ella parece complacerse y disfrutar un placer intenso y sensual...es entonces, amada mía, cuando la desesperación y una cruel envidia se apoderan del alma de ese pobre hombre, lo mismo que de su ángel amado, hacia el cual se siente tan intensamente atraído precisamente por su perfecto dominio de las artes femeninas, y todo esto se convierte para él en el símbolo ostensible y humillante de su amarga frustración.

Su último recurso es racionalizar esta compleja situación con toda claridad para guardarse para sí toda su envidia, amargura y frustración, así como sus celos. ¿Cuántos hombres son capaces de semejante sacrificio? En síntesis, si tu no fueras una mujer de tan exquisita femineidad, de tan evidente belleza, encanto y gracia; si tu encantadora personalidad femenina no estuviese enriquecida por las cálidas cualidades de la cordialidad, la comprensión, el amor y la dicha o si no te comportases con el orgullo y la seguridad que tu tienes en tu propia condición femenina, entonces y sólo entonces, quizás podrías reprocharte de carecer de algún aspecto de la femineidad, la madurez o el atractivo de la mujer. Sin embargo, si tal fuese el caso, para empezar, nunca te hubiera pedido que te casaras conmigo ya que, para mí, no representarías la perfección.

Por lo tanto, querida mía, ten la seguridad absoluta de que no hay mujer en el mundo que pueda motivar en mí el grado de respeto, admiración, amor y devoción que tu motivas en mí y, por la misma razón, ninguna otra mujer podría tampoco provocarme tan intensa envidia por su feminidad perfecta precisamente porque, para mí, tu representas el ideal de perfección en ese sentido.

Es inevitable para nosotros, travestis, torturarnos siempre a nosotros mismos por haber cortejado o desposado a la más deliciosa muestra de cualidades femeninas perfectas que hayamos podido encontrar, como es mi caso también con respecto a tu encantadora persona, porque a quien adoramos es a quien intentamos emular. Y entonces, bienamada, cuando, después de haber encontrado a esa joya, como a mí me aconteció, descubrimos en ella la mente y el alma de una mujer amante, comprensiva y solidaria, su compañía nos abre las puertas del paraíso. Lo contrario constituye el infierno en esta tierra.

Como es natural, en virtud de la perfección de la imagen que intentamos imitar por medio de nuestras personificaciones, los travestis también somos fanáticos de la perfección. No les envidiamos sus atributos físicos, ni sus glándulas o sus efectos; lo que pretendemos imitar son sus consecuencias en cuanto tienen un valor cosmético. Les envidiamos solamente su apariencia y sus características más típicas relacionadas con la capacidad de transformación estética, así como la habilidad para proyectar una imagen lo más alejada posible de lo que realmente somos. Intentamos asimismo compartir con ustedes ese relajamiento consecuente por breves lapsos de tiempo que nos permita un descanso de nuestro universo masculino gracias al ejercicio temporal de la dulzura, la suavidad, la delicadeza y el refinamiento cuya manifestación nos está vedada por nuestra condición masculina.

Como es lógico, cuando emprendemos nuestras breves incursiones al mundo de fantasía femenino, somos mucho más exigentes en cuanto a la perfección que la mayor parte de las chicas auténticas, puesto que ellas ya nacieron con todos los atributos que nosotros pretendemos imitar. Cada uno de los modelos congénitamente femeninos cuenta ya con las virtudes de gracia, de configuración delicada, de formas y características refinadas y todas las características cimbreantes y adorables en su apariencia que nosotros deseamos desesperadamente poseer o, cuando menos, imitar por medio de nuestras interpretaciones; la consecuencia natural es que, cuando nos feminizamos, deseamos ser tratados por los demás, pero sobre todo por tí, como lo serían los objetos de nuestras imitaciones, es decir, recibir las atenciones correspondientes a la apariencia que asumimos. Cuando ustedes nos tratan como a las chicas que pretendemos ser en esos momentos, su trato nos afecta profundamente porque significa que se dan cuenta de la perfección que ustedes representan para nosotros y que nos están concediendo y permitiéndonos compartir en cierta medida y por algún tiempo ese tan deseado encanto que tan ávidamente respetamos y admiramos en ustedes.

Deseamos representar el rol de una mujer en un mundo de mujeres, tan perfectamente como nos es posible, así como lograr una apariencia tan perfecta como podamos. Pero sería aberrante si actuáramos semejante papel y, al mismo tiempo, nos comportáramos como hombres de pelo en pecho, ¿no te parece? Si así lo hiciéramos, nos convertiríamos en un remedo sórdido y grotesco de lo peor de ambos sexos. Nos esforzamos por vivir nuestras vidas de varón de la manera más decente y honesta que podemos y, por tanto, cuando nos evadimos de ella y nos permitimos vivir unos momentos de expresión controlada de nuestra deliciosa (para nosotros) fantasía, también tratamos y con igual esfuerzo, de comportarnos como chicas decentes: recatadas, amables, con modales refinados propios de una dama. Es natural, entonces, que nos guste ser tratados en esas ocasiones como creemos habernos hecho merecedores por nuestra conducta, de la misma manera que le gustaría a cualquier chica verdadera, que se comportara con iguales rasgos de carácter, que la trataran..

Como ves, para nosotros, la personificación es un fin en sí mismo y, en verdad, constituye el propósito y la idea final de todo el proceso. No nos “vestimos” con otros propósitos ulteriores ni como un medio para lograr otros fines. No nos vestimos de mujer con la intención de atraer a otros hombres ni para “engañar” a propósito a nadie (salvo a nosotros mismos y, eso, con plena consciencia); nos “vestimos” como un reconocimiento supremo a la perfección que nosotros adoramos. Actuamos de esta inexplicable forma para compartir lo más completamente posible aquello que tanto amamos, la perfección del encanto femenino al que consagramos todo nuestro amor y todos nuestros empeños. Algo más. Hoy en día, como ha sido siempre a través de los tiempos, el mundo masculino es un mundo duro, exigente, competitivo en el que escasean las oportunidades de disfrute de la más mínima dosis de serenidad y paz. Y, por otra parte, el universo femenino nos parece en cambio un ámbito que contrasta por completo con el nuestro y ansiamos compartirlo aunque sólo sea durante unas cuantas horas para disfrutar de su serenidad, su tranquilidad y su calma, así como las satisfacciones táctiles que le son propias y, al mismo tiempo, sumergirnos totalmente en esa adorada imagen.

Nuestras necesidades de refinamiento, delicadeza, suavidad y afectación en el vestido, el ambiente, el comportamiento o la compañía son imposibles de satisfacer en el universo masculino debido, por supuesto, a la necesidad de preservar nuestra reputación, dignidad e ingresos que imponen las duras normas que en la actualidad rigen todo el sistema social. No es entonces sorprendente que nosotros, los que competimos en la jungla masculina, ansiemos un escape momentáneo para apaciguar un poco nuestra insatisfecha necesidad espiritual de tranquilidad y paz, así como para permitirnos estar en contacto con todas esas hermosas cositas delicadas y tan agradables, todas esas cositas que por regla general nos están vedadas. En algunas personas esta necesidad de escapar adopta la modalidad del travestismo.

Casi todos los travestis consideran que ustedes, las mujeres, gozan de la mejor parte de la vida, gracias a su habilidad para vivir ajenas a la necesidad de la competencia aguda y de todos los turbulentos e imperiosos esfuerzos, tanto físicos como mentales, que impone dicha competencia. ¡No es raro que ustedes nos sobrevivan! Todos nosotros — y me siento autorizado para hacer tan amplia generalización sin temor a ser contradicho porque yo he vivido en este universo transgenérico cada uno de los días de mi vida— , repito: todos nosotros las adoramos a ustedes, las genuinas mujeres, las amamos y las reverenciamos, las veneramos y las idolatramos, las respetamos y las envidiamos, única y exclusivamente por ser lo que son: hermosas, amables, suaves, delicadas, verdaderas damas, frágiles mujeres. Y nos sentimos tan intensamente atraídos por ustedes en calidad de amantes y de objetos de nuestra adoración que deseamos sobre todas las cosas compartir literalmente cada uno de los aspectos de su maravillosa existencia. Y ésto, que ahora te resultará evidente, es una forma mucho más profunda y mucho más preciosa de compartir, que cualquier otra que puedan asumir los llamados hombres “normales”. (Y hasta es probable que dispongamos de un más alto grado de capacidad de posesión).

Por todas esa razones, nosotros intentamos parecernos a ustedes, comportarnos como ustedes, sentir como ustedes sienten y ser tratados con el mismo trato que ustedes reciben, cuando menos durante los breves momentos en que nos sumergimos en esta efímera, ansiosa vida.
Mi bienamada, eso es más o menos lo que yo puedo decirte. Es la verdad y, la exposición más clara y exacta que me es posible de la exploración introspectiva de lo que mi espíritu siente. Espero que la lectura de estas líneas te permitirá conocer mejor, para bien o para mal, mi pensamiento; porque, cuando tu me acordaste tu anuencia y hasta tu asistencia con respecto a mi travestismo, te prometí que nunca más te ocultaría nada y, desde entonces, no guardo para tí ningún secreto... nunca más.
Con todo mi amor,
Gene.

* A finales de los ‘70, la Organización Mundial de la Salud (WHO, por sus siglas en inglés) modificó sus clasificaciones en virtud de los nuevos y contundentes descubrimientos acerca del travestismo. El término taxonómico adecuado para clasificar esta práctica es el de “Filia” (que significa “preferencia”, “gusto por...” (N.del Ed.).

** Tomado del "Espacio de Vane", en http://yotvht.spaces.live.com/

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