País Semanal/Luz Sánchez-Mellado-. “¿Se me nota el bultete?”. Álex se está arreglando. Después de la sesión de maquillaje y planchado de melena vienen las piruetas para embutirse los leggins. Ni una arruga. Ni un gramo de grasa. Ni rastro de celulitis. Las cosas como son: con su metro ochenta, su tipazo y la insolencia de sus 20 años, Alexandra Rubio es un pibón. El bulto que le preocupa debe de estar a buen recaudo. Álex estudia en la Escuela de Arte y Diseño de Valencia. Su talento para el dibujo fue decisivo para que sus padres, una modista y un albañil de Hellín (Albacete), accedieran a costearle la carrera fuera de casa. Hoy se muda a esta corrala de Benimaclet. Está que se sale. Eufórica por la novedad y baldada por el traslado. Una montaña rusa emocional. Una balsa de aceite comparada con la travesía en la que se ha embarcado.
Alexandra es una mujer transexual. Tiene disforia de género, un síndrome identificado en el DSM IV y el ICD-10, los catálogos de enfermedades por los que se rigen los facultativos del mundo. Los investigadores aún no saben cómo ni por qué. Pero ocurre. Alexandra nació con pene, testículos -el bultete que camufla entre sus piernas- y el cromosoma masculino XY en su cariotipo. Todo un hombre, el mayor de tres hermanos. Pero su sexo biológico y psicológico no coinciden. En sus pensamientos y en sus sentimientos, siempre fue mujer. Ahora acaba de emprender el viaje sin retorno para, además, parecerlo. Su proceso de reasignación de sexo.
Álex se considera mujer desde que recuerda, pero ya era una adulta de 19 años cuando, después de un proceso de asimilación e investigación personal -”Internet fue mi guía: lo miré todo, lo leí todo, lo pregunté todo”-, se plantó en la consulta de Felipe Hurtado. Otras, y otros, no esperan tanto. Hurtado, psicólogo, es quien diagnostica a los pacientes de la Unidad de Atención a la Transexualidad en la sanidad pública valenciana. De las 120 personas que trata, 10 son menores. Chavales que acudieron a consulta y confesaron el mismo sinvivir. Un conflicto total entre mente y cuerpo. Chicos con genitales masculinos que se sienten mujeres. Chicas con mamas y vagina que se ven hombres hechos y derechos. Criaturas en pleno desarrollo que asisten con horror a la eclosión de sus caracteres sexuales. Unos atributos que no reconocen y llegan a aborrecer hasta el punto de ansiar librarse de ellos. Cueste lo que cueste. Duela lo que duela.
Son adolescentes y jóvenes transexuales. Sí, existen. La cátedra de Transexualidad de la Universidad Libre de Ámsterdam, santuario de los especialistas, habla de un diagnóstico cada 11.900 varones y uno cada 30.400 mujeres. Los nuevos transexuales no son ni más ni menos que antes, pero presentan diferencias respecto a las generaciones anteriores. Disponen de toda la información sobre su síndrome -la relevante, la accesoria y la basura- a un clic de ratón. Cuentan con un grado de apoyo familiar inaudito hace años. Y gozan de derechos adquiridos, posibilidades por las que los mayores pelearon y ellos dan por supuestas. La Ley de Identidad de Género de 2006 permite cambiar de nombre y sexo en el Registro sin tener que acreditar cirugía de reasignación sexual. Y el Catálogo 2006 de Sanidad acepta de hecho, al no excluirla, la atención a las personas transexuales en el Sistema Nacional de Salud.
Algunos de estos chavales no entran siquiera en ningún armario. En cuanto le ponen nombre a lo que les sucede, o antes, cuentan su malestar en casa y piden ayuda a los suyos. Y a quien haga falta. Una chica de 16 años de Barcelona, nacida varón, se sometió en diciembre a una operación para convertir en femeninos sus genitales viriles. Se trata del primer caso de cambio de sexo de un menor en España y uno de los pocos en el mundo. La muchacha puso una demanda judicial para no tener que esperar a la mayoría de edad, y el juez, tras oír a los médicos, dictó a su favor. La adolescente -llamémosla X- cuenta con el apoyo de sus padres. En muchos casos son los propios progenitores quienes llevan a sus hijos al médico al notar algo raro. Cada vez más, cada vez antes. Hace poco, el psicólogo Hurtado vio en consulta a una niña de cuatro años con sus papás alarmados por la querencia de la cría a adoptar roles y juegos masculinos y orinar de pie.
Alexandra ha invitado a desayunar a sus íntimos. Una panda en la que predominan las pintas oscuras, entre Crepúsculo y Tim Burton. Quizá por el talante liberal de su especialidad, Álex no ha sentido rechazo en su facultad. Ni en casa. Un día dio un paso más en la imagen andrógina que cultiva desde niña y fue a clase con falda. Esa noche se lo había contado a su madre por teléfono. “No fue una gran sorpresa para nadie. Me apoyan y me quieren. Era Álex y soy Álex. Han vivido mi cambio en directo”. Sus amigos saben que las tres píldoras que toma con el café -un Androcur y dos Meriestra- son parte del peaje que tiene que pagar para parecer por fuera tan femenina como por dentro. Es el tratamiento hormonal cruzado. El Androcur bloquea su testosterona y el Meriestra le proporciona estrógenos para ir adaptando su cuerpo a su mente.
Álex está siguiendo paso a paso el protocolo de actuación establecido en 1979 por la Asociación Harry Benjamin de Disforia de Género, la biblia de los profesionales de la transexualidad. Hurtado la sometió a nueve meses de entrevistas y pruebas clínicas antes de diagnosticarla como idónea para el proceso de reasignación de sexo. Las pastillas -prescritas por el endocrinólogo de la unidad- son la primera etapa de esa carrera de fondo. Sólo tras dos años de terapia y de probar que va por la vida como mujer aunque tenga “paquetico” -el test de la vida real- podrá ponerse en manos de los cirujanos para terminar de feminizar el cuerpo masculino con el que nació. Pero eso ya se verá. “Es una operación complicada y no quiero arriesgarme a perder el placer sexual”, dice la interesada, “por ahora estoy bien así”.
Sólo lleva tres meses hormonándose y ya se encuentra “más hecha, más yo”. “Las pastillas son la bomba”, constata. Y enseña una sesión de desnudos que se hizo al iniciar el tratamiento “para ver el antes y el después”. Es cierto. Se la ve más mujer. Se le está cayendo el poco vello que tenía. Las caderas se le redondean. Y confiesa sufrir gozosamente ciertos pinchazos en el pecho con resultados tangibles. “Me están saliendo teticas, mira”, dice subiéndose la camiseta de “I love zombies” para mostrar los dos bultitos que le brotan en el torso. A este paso, pronto dejará de usar sostenes con relleno.
A Lucía, sin embargo, le comen las prisas. Hace unos meses que su madre le deja llevar sujetador con gel. “Una 80-85, discretitas, ¿a que parecen de verdad?”, inquiere señalando la delantera que remata su andrógina silueta. Lucía no desea ser reconocida, pero cuenta su historia sentada con su madre en la trastienda del negocio familiar en Valencia. Una madre separada y su hija adolescente. Pura clase media. Una chica de barrio. Pelo larguísimo a base de extensiones. Espeso maquillaje para camuflar espinillas -y algún cañón de barba-, pestañas sepultadas de rímel, voz angelical plagada de tacos. Una chavala como tantas. Pero no tanto. En la Navidad de 2008, a los 14 años, Lucía escribió una carta a su madre. “Un folio por delante y por detrás” en el que le contaba todo y nada: “Ponía: ?Mamá, siempre hemos estado juntas?, en femenino, en plan indirecta, ?y en esto también tenemos que estar unidas”. Pero la receptora no captó el mensaje. La madre pensó que su hijo confesaba ser homosexual. Nada que no sospechara tras una infancia en la que “el nene”, el pequeño de dos varones, insistiera en jugar a muñecas, llevar pelo largo, depilarse cara y cuerpo y hablar en femenino. Pero no, no era eso. No tan sencillo.
“Mamá, soy una chica. Una chica de verdad, aunque tenga eso colgando. Pero lo mío tiene arreglo. Ayúdame”, le dijo entonces llorando Lucía a su madre. Y le pasó un tocho de información recopilada en horas de buceo en Internet. Allí estaba todo. Foros de todo pelaje, páginas científicas y sórdidas, y una dirección a quince minutos de casa. La Unidad de Atención a la Transexualidad, en el hospital Doctor Peset de Valencia. Allí la llevó su madre después de los “15 o 20 días” que le costó asimilar la “bomba” que le había estallado en casa. “Estoy en el mundo y sé qué es esto. Conozco a una chiquita transexual que venía por la tienda, pero nunca imaginé que lo tendría tan cerca. Estoy asustada”, confiesa la madre. “Todos los días doy gracias por estar viva, porque le hago mucha falta. Ella necesita ayuda, y yo también. Ella llora mucho, y yo más, pero mi hija no ha matado a nadie. Ha nacido con esto y voy a ayudarla a subir esta montaña”.
La misma cumbre que ha empezado a escalar Alejandra Cruz de la mano de su madre, Gloria García. Lucía y Alejandra no se conocen, pero tienen mucho en común. Ambas tienen 15 años. Ambas cursan tercero de la ESO. Y ambas son pacientes de Hurtado. Alejandra sí quiere salir en las fotos y no entiende por qué, al ser menor, se la retrata con el rostro velado. Ella no tiene nada que ocultar desde que, a los 12 años, les contó a sus padres su “angustia” en la mesa del comedor. “Soy una mujer, no me gusta mi cuerpo y quiero cambiarlo”, les dijo. Para entonces, el niño, el varoncito de esta pareja de Cali (Colombia) emigrada a Utiel (Valencia) con otras dos niñas, ya sabía lo que le ocurría. “Desde los nueve años me sentía fatal. A mis amigas les salían los pechos, les venía la regla, y a mí no. Me gustaban los chicos, pero no soy gay; no me atraen como hombre, sino como mujer. Busqué en Internet y en cuanto me metí en foros transexuales, me dije: ?Ésta soy yo”.
A Gloria y a su marido les costó más entenderlo. “Era más niña que su hermanas, pero pensábamos que el niño nos salió mariquita”, confiesa la madre, una cocinera de 30 años a la que su marido ha sorprendido en este trance. “Él es un colombiano machista y temía su reacción. Pero lo ha aceptado mejor que yo”. Ella ha precisado más tiempo. Después de dos años de tumbos por pediatras y psicólogos “que no tenían mucha idea de esto”, Gloria y Alejandra acabaron en la consulta de Hurtado. Y empezaron a subir la montaña.
El protocolo de la Harry Benjamin tiene un apartado para niños y adolescentes. Con los pequeños, recomienda el seguimiento y apoyo psicológico del niño y sus padres en el proceso de crecimiento y socialización. Nada más. Se sugiere no reforzar ni reprimir al pequeño para que actúe en un sentido u otro, a la espera de que la pubertad asiente, o no, su inclinación. La asociación aconseja retrasar al máximo la adopción de medidas irreversibles. Según los centros de Ámsterdam y Vancouver, los más experimentados del mundo, sólo el 25% de pacientes de entre seis y 18 años evolucionaron a transexuales. Es preciso realizar un diagnóstico certero, descartando otras posibilidades como homosexualidad o errores de autopercepción.
Si el ansia de cambio persiste en la pubertad, los médicos pueden plantear la posibilidad de paralizar el desarrollo de los caracteres sexuales secundarios (barba, mamas, regla) del menor. Darle una tregua a la espera de que su madurez mental permita acometer -o no- acciones radicales. Ése es el tratamiento que reciben Lucía y Alejandra. Inyecciones de análogos cada 21 días bloquean su testosterona desde la hipófisis. Lucía lleva tres pinchazos. Alejandra, dos. No notan gran cosa por fuera. Pero sí por dentro. “He empezado el camino, ya queda menos”, dicen cada una por su lado.
La vigencia de los análogos no es eterna. “El cuerpo no puede estar indefinidamente sin hormonas, se descalcifica la masa ósea”, apunta la endocrinóloga Isabel Esteva, de la Unidad de Trastornos de Identidad de Género (UTIG) del hospital Carlos Haya de Málaga. Seis meses o un año es el límite. Según el protocolo Harry Benjamin, es en torno a los 16 cuando podría iniciarse la terapia hormonal. Estrógenos para feminizar a las chicas. O testosterona para masculinizar a los chicos. Un paso de difícil vuelta atrás. Los ovarios y los testículos se atrofian y quedan estériles. Una decisión dura que precisa del permiso de los padres, y que éstos deben tomar delante de un niño, su hijo, que sufre y quiere acabar ya. El paso final, la cirugía genital, no debe abordarse, según el protocolo Benjamin, hasta los 18.
Lucía y Alejandra son dos del centenar de menores en tratamiento en la sanidad pública. La UTIG de Málaga es el centro pionero. Acaba de cumplir una década. De sus 800 pacientes, 77 son menores, con 15 años de media. La Unidad de Identidad de Género del hospital Clínic de Barcelona ha atendido a 25 menores y tiene a cuatro niños en seguimiento psicológico. En ambos centros, como en Valencia, se sigue al dedillo la doctrina Benjamin. El endocrino Antonio Becerra, responsable de la UTIG de Madrid, con 500 pacientes en 15 años, no prescribe, sin embargo, terapia alguna antes de los 18, más allá de enviar al menor al psicólogo de la unidad. “Me despierta dudas intervenir antes. No hay certezas en este campo, y antes de actuar prefiero no dañar. En mi experiencia, ningún menor transexual ha necesitado con urgencia ningún tipo de tratamiento”.
El caso de la chica de Barcelona, o el de la cantante alemana Kim Petras, que logró también autorización judicial para cambiar sus genitales de chico a chica a los 16 años y lo pregona en Internet, ha abierto un debate médico. Iván Mañero, cirujano plástico privado con más de 500 intervenciones de reasignación sexual, fue quien operó a la menor catalana cuando obtuvo permiso judicial. Mañero es desde hace un año quien interviene también a los pacientes de la UIG del Clínic. La unidad, pública, no acomete operaciones hasta los 18. Pero la chica X es su paciente particular, y como tal la operó en Barnaclínic, la zona privada del hospital, y le pasó la correspondiente minuta.
Cada transexual es un mundo, pero éste es un caso clarísimo, bien diagnosticado y con la cabeza amueblada. Llevaba año y medio hormonándose, ya le había hecho las mamas y estaba lista para acabar el proceso”, dice el cirujano, que añade: ” Los protocolos Benjamin tienen 30 años. El mundo ha cambiado. En casos claros se podría intervenir antes, en terapia hormonal y en cirugía. Les evitaríamos sufrimiento y los resultados serían más satisfactorios. Es un debate abierto en todas las unidades. He pedido valentía médica a mi equipo. Vamos a asistir a un tsunami de menores: veremos si otros padres no se plantean por qué a esta chica sí y a sus hijos no”. El resto de integrantes -psiquiatras, endocrinos y psicólogos- de la UIG del Clínic admiten el debate -”uno más de los muchos en transexualidad”-, pero estiman que “es razonable que las decisiones irreversibles se tomen alcanzada la madurez”. Y ésta, opinan, no llega ni a los 16 ni a los 18, cada caso es distinto. Tanto el equipo del Clínic como el de la UTIG de Málaga no entienden “las prisas” en este terreno. “En algo tan delicado, tan irreversible, para toda la vida, no hay por qué ser pionero de nada. Son unos años difíciles, y es más importante apoyarles, enseñarles a vivir en el género que sienten, que correr para cambiarles los genitales”, opina la endocrinóloga Esteva.
Los chavales están al día. Conocen el caso de Petras. Y el de la chica X. Paula contesta antes de preguntarle. “Me muero si tengo que esperar a los 18 para operarme. Si no me dejan, iré al juez”, declara, retadora, ante la mirada entre comprensiva y espantada de su madre. Lucía y Alejandra están en la edad del pavo. Un pavo salvaje, admiten. Lo quieren todo, y lo quieren ya. “Tengo 15 años, mamá”, es la excusa de Lucía cuando suelta una palabrota o se pone a llorar por todo y nada. Si le preguntas qué quiere ser de mayor, dice: “No sé, estoy en mi mundo de pava tonta. Sólo sé que quiero operarme. Odio lo que tengo. No quiero mi vagina para follar, sino para ser yo misma. Ya sé que con eso no acaban mis problemas, pero podré afrontarlos con seguridad”. Y vuelve a llorar.
Su coetánea Alejandra Cruz parece más modosa. Por la cuenta que le tiene. Acata los consejos de su madre: “No la dejo salir sola. Me da pánico que la hieran. Ahora que sabemos lo que es, hay que ir poco a poco”. Así va. Negociando cada paso. Aún no le dejan ponerse sujetador. Pero hoy ha logrado estos botines de taconazo con los que se tambalea: “Aún no los domino, dame tiempo”. Alejandra es una “chica nueva” desde que está en tratamiento. Antes, “la desesperación” la llevó a autohormonarse. A los 14 años. “Miré las dosis en Internet, compré estrógenos en la farmacia y los tomé a escondidas”. La bronca -y la amenaza de parar su proceso- que le echó el médico cuando los análisis delataron la presencia de hormonas femeninas en su sangre fue mano de santo. Aun así, su cabeza no descansa. “Este año me pongo pechos en Colombia, que es barato. No puedo esperar a que me toque aquí gratis”.
Si la cifra de menores transexuales es aproximada, la de mayores no lo es menos. Pero el efecto de la Ley de Identidad de Género es evidente. En 2004 se autorizaron dos cambios de sexo registral en España. En 2007 hubo 19. Y de enero a septiembre de 2009, últimos datos disponibles, fueron 39. Uno de los últimos fue Lucas Peralbo. Uno de los primeros de 2010 será David.
Lucas y David tampoco se conocen, pero también son almas gemelas. Ambos tienen 20 años. Ambos viven en Madrid. Ambos nacieron mujeres. Ambos se sienten hombres. Y ambos son pacientes de Becerra. Los dos cuentan historias tan similares que parece que se han puesto de acuerdo. Los dos se empeñaban en orinar de pie desde que recuerdan. Los dos detestaban faldas y muñecas. Los dos creían que eran chicos y jugaban y vivían como tales hasta que, “con 10 o 12 años”, empezaron a brotarles los pechos y -la aborrecida prueba definitiva- les vino la menstruación. A ambos, admiten, se les cayó el mundo encima cuando -reglamentaria exploración en Internet mediante- atisbaron el vía crucis que les esperaba. Los dos, que nunca estuvieron en el armario porque jamás ocultaron “su naturaleza”, cayeron “en el pozo”. Y a los dos, admiten, les sacaron de él sus propias madres. “A hostias”, precisa David, gráfico.
David y Lucas acudieron con ellas al hospital Ramón y Cajal, sede de la UTIG de Madrid, y tuvieron que esperar a los 18 años para iniciar la terapia hormonal. Parches o píldoras de testosterona que, en el caso de David, le han procurado un exuberante vello “a lo X-Men”, y en el de Lucas, la fina perilla que perfila su mandíbula. David, cajero de supermercado e hijo de porteros, lleva 18 meses de terapia. Cuenta los días para poder operarse. El calendario impone. Una mastectomía para librarse de los senos. Una histerectomía para quitarse útero y ovarios y, el peldaño final y más difícil, una faloplastia -creación en su zona genital de un pene realizado con piel y músculo de su brazo- para poder orinar de pie y tener relaciones sexuales completas con ayuda de una prótesis.
Lucas, teleoperador hijo de una limpiadora y un empleado de aeropuerto, podría operarse ya. Lleva más de dos años de terapia hormonal y su cuerpo está preparado. Su mente, no tanto. Se quitó enseguida las mamas -”en un cirujano privado, por 4.500 euros, para dejar de estrujármelas bajo fajas de neopreno”-, pero “lo de abajo” es otra cosa. Le da pavor. Tiene tal asco a sus genitales femeninos que sólo la palabra citología le da arcadas. No quiere oír hablar de ellos. Muchísimo menos tocarlos. Lucas, nacido Laura, dice no haber tenido un orgasmo en su vida. “Nunca me he tocado, me repugna el hecho de pensar en esa parte, ni permito que mis parejas me toquen”.
-¿Y qué sacas de tus relaciones sexuales?
-El placer de satisfacer plenamente a una mujer como el hombre que soy.
-¿Y tú?
-Yo a veces me aburro, para qué nos vamos a engañar. Pero no me quejo. Estoy en el camino. Todo llegará, supongo.
Suena duro. Durísimo. Seguro que lo es. Pero estos chicos no transmiten infelicidad. Al contrario. Rezuman una mezcla de euforia, realismo y esperanza. Ahí está Álex, la artista, y su éxito con los chicos, acreditado por sus amigos. “Cuando llega la hora de la verdad, digo lo mío, y hasta ahora no he sufrido rechazo, la gente es educada. Otra cosa es encontrar pareja”. O Lucas y su narcisismo súbito: “No me canso de mirarme al espejo. Ahora me gusto, por fin me veo como me siento”. O Alejandra y el descaro de sus 15 años: “Aún no lo he hecho del todo. Esperaré a tener mi vagina. Pero rollos, sí, claro. No hace falta decir nada. De noche todos los gatos son pardos”, pontifica, precoz. Están en la edad. Tienen pavo doble, o triple. El cronológico, el que les proporciona el colocón de hormonas, y el subidón que les produce empezar a vivir como sienten.
Tampoco engañan a nadie. Todos llevan su cuota de sufrimiento encima. Casi todos -David, Lucía, Alejandra- prefieren “morir en el quirófano” a vivir en una cárcel, su propio cuerpo, “una vida que no es vida”. Algunos, como Lucas, sienten lo suyo como “una putada de la naturaleza”. Y eso que los chavales que aquí aparecen están hiperseleccionados. Se han reconocido como transexuales. Han pedido ayuda. Están en tratamiento. Tienen apoyo familiar. Y el suficiente coraje para contar su historia al mundo. Los problemas, que los tienen, y muchos, les hacen fuertes. Los informes médicos no valen en la calle ni en el patio del colegio. “Claro que me insultan”, confiesa tierna y procaz Lucía. “Cuando empecé a ir de chica, como estoy buena, había alguna que me gritaba: ?¡Lucía tiene rabooo!?. Pero yo me volvía tranquila y contestaba: ?Cállate, hija de puta?. En esto, si te achantas, te hunden. Y a mí no me hunde nadie. Tengo ovarios, aunque no los tenga”. Y ahí está David, que los tiene y los abomina, capaz de lucir “las barbas de Bin Laden” y una insignia con el nombre de Verónica cobrando a las señoras en el súper.
Tienen el futuro por delante. Se debaten entre la frustrante sensación de tener la “vida aparcada, esperando el cambio”, como Lucas, y la euforia de querer comérselo “todo, todo y todo”, como Álex. En cierto modo, son afortunados. Ésta puede ser la primera generación de transexuales que disfrute, y sufra, la vida lejos de la sordidez y la marginación a la que estuvieron condenados muchos de sus mayores. Cuando Manolita Chen, nacida Antonio Saborido, recorría España con su Teatro Chino, ellos no habían nacido. Ni cuando Bibiana Fernández -entonces Bibi- fascinaba a España con su misterio en los años ochenta. Pero sí han llegado a tiempo para beneficiarse de la lucha de activistas como Carla Antonelli. La actriz canaria, espléndida en la cincuentena, no disimula su orgullo cuando se le comunica que su página -carlaantonelli.com- es citada por casi todos estos chavales como el faro que les iluminó en la búsqueda de su identidad en Internet. Crecieron en el momento justo para ver en la tele a Amor, o Nicky, concursantes transexuales de Gran Hermano. Referentes polémicos, pero referentes. Espejos -aunque sean deformados- en los que mirarse.
Es muy posible que Lucas, Álex, Alejandra, David y Lucía tengan problemas en el trabajo, en el amor, en la vida. Pero es probable que no estén condenados al ostracismo o la prostitución, que era el horizonte de muchos hombres y mujeres transexuales de no hace tanto. Consciente de su suerte histórica, Lucía expresa gráficamente su falta de vocación para el activismo: “Les estoy muy agradecida, pero no quiero ir a ninguna asociación ni nada de eso. Me deprime. Yo no soy un travelo. Soy una chica que va por la calle, como tú”.
Sigue la cháchara en Benimaclet. En medio del guirigay suena el timbre. Es la anciana dueña de la casa, que viene a conocer a la inquilina. “Perdone el desorden”, se disculpa Álex, y le entrega una fotocopia del DNI para el contrato. “Ay, xiqueta, qué gusto ver tanta juventud. Veinte años, quién los pillara, filla meua”, repone la casera. Ni ha mirado el carné. Nadie diría que la o de Alejandro ha mutado en a. Para algo la titular es la reina del Photoshop. “En un año tendré mi carné con mi nombre y mi sexo real”, dice Álex. “Hasta entonces, mejor una mentirijilla piadosa a que le dé un telele a la abuelica”.
FUENTE : CARLA ANTONELLI