El primer libro que trata el tema en Oriente Próximo, denuncia las dificultades de la comunidad LGBT en la región
Randa, en su tercera terapia hormonal, simboliza la lucha de un colectivo que vive uno de sus momentos más duros por el auge del extremismo religioso
Randa se ha pasado toda la vida castigándose a sí misma. Culpándose por no ser lo que los demás esperaban de ella, por no aparentar ser el viril Fouad que alumbró su madre, por provocar a los hombres con su apariencia andrógina, por haber aceptado un matrimonio de conveniencia para contentar a sus familiares, por traicionarse a sí misma consumando aquella unión como un hombre…
Durante sus treinta años de vida ha sido ultrajada y humillada en infinidad de ocasiones por ser una mujer con cuerpo de hombre, incluidas dos violaciones que la convencieron de que el hombre es un depredador por antonomasia. Pero sólo dos argumentos le arrancan las lágrimas: su hijo de cuatro años, hoy con su madre en su Argelia natal, y el recuerdo de los recientes siete meses en los que llegó a pasar hambre. “Decidí que era el culmen de los castigos que merecía por haber abandonado a mi hijo. Vivía de mis ahorros, y sólo me daban para pagar la habitación donde vivo y la terapia hormonal”, explica con su dulce voz, continente de emociones inabarcables. “Me sentía satisfecha si podía comer un meneishe [torta de pan con aceite y tomillo, el desayuno local libanés] al día. Si no, devoraba disimulando las sobras de mis amigos o preparaba pasta con sal, y cuando no tenía nada más bebía agua con azúcar”. Así hasta que sus amigos se dieron cuenta de que algo iba mal, de que Randa, la valiente argelina pionera del activismo transexual del mundo árabe recién exiliada en el Líbano tras recibir amenazas de muerte, estaba pasando por una situación desesperada.
Hoy, Randa está visiblemente recuperada. Por fin ha encontrado un trabajo en el país del Cedro, donde llegó en 2009 huyendo de la intolerancia del régimen argelino y de las amenazas del régimen y de los extremistas islámicos. No puede ejercer su profesión, la enfermería, porque nadie da trabajo a alguien con su aspecto. “Presenté mi curriculum en el hospital Hotel Dieu [uno de los más prestigiosos de Beirut]. Me llamaron para entrevistarme, y cuando la responsable me vio me dijo que con mis calificaciones podría estar en su puesto, pero que la política del hospital no admitía a transexuales”, explica esta mujer de rasgos masculinos, gestos delicados, risa fácil y una tristeza infinita en sus ojos.
Fue el colofón de los primeros y terribles meses de exilio en el Líbano, en los que sólo le ofrecían trabajo como danzarina del vientre o showgirl en clubes nocturnos. A Randa, toda una vida destinada a luchar por la dignidad de la comunidad LGBT -que engloba a Lesbianas, Gays, Bisexuales y Transexuales- en Oriente Próximo, hubo quien le sugirió dedicarse a la prostitución, el único oficio que encuentran buena parte de los trans. Otra bofetada para su orgullo. Siete meses de paro y hambre acabaron cuando las circunstancias cambiaron, gracias a un trabajo digno y a un libro que le sirvió para exorcizar sus demonios personales y denunciar la situación de todo el colectivo de la región.
El libro, revolucionario en Oriente Próximo, es el crudo relato de las experiencias de nuestra protagonista, símbolo del sufrimiento de la comunidad LGBT árabe y de la doble moral de una sociedad que hace siglos era mucho más abierta sexualmente que ahora. “Tenía necesidad de escribir desde que estaba en Argelia, pero cuando llegué al Líbano estaba demasiado turbada para hacerlo. Hasta que el marido de una amiga, periodista de profesión, me propuso contar mis vivencias”. El resultado, Memorias de Randa la Trans, escrito a medias con Hazem Saghyieh y publicado en árabe por la editorial Dar al Saqi, ha sido bien acogido por las féminas libanesas y muy criticado por los hombres. “Insulta su machismo, que no su masculinidad. Son cosas diferentes”.
Las 144 páginas de sus memorias comienzan con una infancia marcada por la incomprensión familiar. “Cuando tenía cinco años, le dije a mi madre que yo era una niña. Y ahí empezó la etapa de negación. Me dijo que no, que era un niño, que no debía jugar con muñecas ni andar solo con niñas. En el colegio, descubrí físicamente que era un niño y eso me martirizó. Pasé de la afirmación a la interrogación, al ¿por qué yo no soy una niña? Ahí empezaron los castigos, y así pasé de ser una cría juguetona y simpática a un niño tímido e introvertido”.
El colegio empeoró las cosas. Randa era objeto predilecto de la crueldad de sus compañeros, y solía padecer insultos y golpes. Algún pedófilo comenzó a rondar la escuela, y sus padres redoblaron la vigilancia del pequeño Fouad. “Siempre me llevaban y recogían con el coche. Pero aún así me tuvieron que cambiar cuatro o cinco veces de colegio”. Cuando llegó a la adolescencia, decidió que tenía que aceptarse tal cual era o bien transformarse en lo que realmente era. “Yo pensaba que era un homosexual pasivo hasta que vi un reportaje en la televisión francesa que me abrió los ojos. Descubrí que era una trans y las opciones que tenía”. Aquel reportaje le llevó a estudiar enfermería, una forma de facilitar su acceso a las terapias hormonales en pleno mundo musulmán.
Se graduó con excelentes notas y no tardó en encontrar trabajo, pero la transformación seguía siendo un reto. “Con 22 años me sometí a la primera terapia: fue demasiado deprisa, y en apenas cuatro meses los cambios eran muy visibles”. Demasiado para la sociedad argelina, donde hasta tres leyes diferentes castigan con cárcel la homosexualidad y el transformismo. Y demasiado para su familia. “Mi madre me cortaba el pelo, me confiscaba el maquillaje… Una vez me mandó un SMS que decía Quiero que vuelvas a ser mi hijo. Le respondí que nunca dejé de serlo, que sigo siendo el mismo. Otro SMS decía Tu padre morirá si no vuelves a ser Fouad”. No contestó porque ya no tenía palabras, solo la certeza de que no podía satisfacer los deseos de sus padres.
Incluso cuando le obligaron a participar en un matrimonio de conveniencia “para arreglar el problema”. “No fui lo suficientemente lista para buscar una lesbiana con la que casarme”, suspira hoy desde su oficina beirutí. Es una de las prácticas habituales entre los homosexuales árabes cuando la presión social les obliga a contraer matrimonio. “Mis padres me buscaron esposa y se celebró la ceremonia. Tuvimos una hija, que murió dos meses y medio después de nacer. Al poco tuvimos un hijo, que hoy tiene cuatro años y medio y en quien pienso a diario. Cuando murió la niña decidí poner fin a la mascarada: hablé con mi esposa y le dije que le dejaba todo a cambio del divorcio. Ella se negó, porque en Argelia no hay nada peor que estar divorciada”.
La muerte de su primogénita no fue el único factor que le llevó a cambiar radicalmente su vida: a esas alturas ya no sólo era una mujer encerrada en un cuerpo indeseado, también era objeto de una caza de brujas por parte de la Seguridad del país y de los fundamentalistas. En 2006, Randa fue la creadora de la primera ONG argelina -completamente ilegal- destinada a la defensa de la comunidad LGBT, pese a las draconianas leyes del país. “La Seguridad interior argelina me abrió un expediente. Enviaban gente a mi clínica para que me vigilara, para que supiera que me tenían en su punto de mira. En una ocasión llamaron a mi hermana y le dijeron que registrarían los paquetes que me llegaban de Europa, en busca de las hormonas que tomaba”. A la persecución estatal se sumaban las “advertencias” de grupos islamistas que suelen derivar en asesinatos. “Una vez me llegó una donde decía que soy una amenaza para la moral musulmana. Ya ves, yo sola”, bromea soltando una contagiosa carcajada.
Al principio, hacía caso omiso: incluso llegó a confirmar su participación en un programa árabe que tenía previsto grabarse en Marruecos sobre la situación de los LGBT. Su billete fue anulado y el programa fue cancelado cuando decidió intervenir por teléfono. Las advertencias no tardaron en traducirse en amenazas. “En abril de 2009, me dijeron que tenía un ultimátum de 10 días: o me marchaba o me matarían”.
Su destino lógico fue el Líbano, el único país al que podía llegar sin visado y donde una red de amigos podían ayudarla. Atrás dejaba a su familia, sus amigos y a su hijo pero también una vida marcada por el sufrimiento, incluidas dos violaciones que ni siquiera pudo contar a sus mejores amigos. “La primera vez tenía 20 años, la segunda 24. En ambas, los violadores me acusaron de haberles provocado”, explica antes de detallar los daños psicológicos que ambos episodios le reportaron. “Sólo hablé de ello en Beirut”.
En la capital del país del Cedro, Randa se siente “más tolerada pero no aceptada”. Viste como una mujer, se esmalta las uñas, utiliza tacones y sandalias y emplea una leve capa de maquillaje. “Al menos puedo ser yo misma”, dice mientras estira con la palma de la mano el vestido negro sobre sus piernas en la oficina de Helem, la primera organización legal del mundo árabe que defiende a la comunidad LGBT. Y probablemente sea el único país del entorno donde pueda gozar de esa relativa tolerancia, ya que el Líbano es el único país árabe donde, pese a una legislación que castiga con cárcel los “intercambios sexuales contranatura” -si bien rara vez se aplica- existen locales de ambiente gay.
Helem, acrónimo de Himaya Lubnaniya lil Mithliyin, Protección Libanesa para los Homosexuales- se formó gracias a una trampa de la legislación, que implica que si las autoridades no responden a una petición de registro de una organización civil en un plazo determinado, la asociación queda automáticamente registrada. En 2004, tras ocho años en la clandestinidad, Helem quedó legalizado por pereza estatal convirtiéndose así en una referencia para los homosexuales árabes, pero sin intención alguna de copiar el modelo occidental. “A nosotros nos parece inaceptable la segregación que existe en Occidente, donde hay barrios gays, música para gays, moda gay o gimnasios sólo para gays. No queremos imponer un modo de vida, sino defender la libertad individual”, explica George Azzi, el responsable de Helem.
En la sede de la ONG, una línea telefónica abierta 24 horas al día da asistencia a gays, lesbianas, transexuales y bisexuales de todo Oriente Próximo y especialmente libaneses que buscan información sobre sus posibilidades. “Les recomendamos que no hagan pública su condición sexual hasta no ser económicamente independientes”, continúa Azzi. “Para las familias musulmanas, y también para las cristianas del Líbano, lo más importante es el honor, y la ley y la policía protegen a las familias, así que nos encontramos con infinidad de casos de gays y lesbianas golpeados por sus familiares. La aceptación es rara“. A lo largo de su existencia, Helem ha intervenido en tres intentos de asesinato contra homosexuales a manos de sus familiares, una cifra conservadora a tenor de lo que ocurre en países vecinos.
“Ante cualquier tipo de crisis, la sociedad se radicaliza y se vuelve intolerante”, se lamenta Randa. “Y eN la comunidad LGBT, los transexuales son los más expuestos y frágiles por su visibilidad. Es difícil que eso cambie”. Pero no todo el Islam da el mismo trato al colectivo que representa Randa. “Los chiíes no aceptan a los homosexuales, pero sí aceptan a los transexuales. Tanto, que el régimen de Irán subvenciona operaciones de cambio de sexo para acabar así con el problema, o todos hombres, o todos mujeres”, dice entre risas. “Es que los transexuales son una fantasía sexual entre los musulmanes”.
Que se lo cuenten a ella. Randa, musulmana practicante, se volcó en la religión tres veces en su vida para escapar de su particular infierno. “La primera tendría siete años. Mi madre me recitó una oración, que venía a decir que Dios recompensa nuestro buen comportamiento. Así que trataba de ser buena, y cada noche la recitaba: por las mañanas, cuando me despertaba, me metía la mano en los calzoncillos para ver si Dios me había premiado. La segunda fue durante la adolescencia, cuando me refugié en la mezquita para no pensar. Los hombres me tocaban durante el rezo. No duré mucho allí”.
La tercera vez fue cuando las cosas parecían que no podían ir a peor. Intentaba legalizar su situación en el Líbano cuando los servicios de Seguridad se percataron de que compartía nombre y apellidos con un presunto yihadista buscado por intentar atacar en el país. “No teníamos nada más en común, ni la fecha de nacimiento, ni el número de documento…” Ni, obviamente, el aspecto. Porque Randa, en su tercera terapia hormonal, con uñas esmaltadas, piernas depiladas, pechos incipientes y andares femeninos puede ser confundida con muchas cosas salvo con un potencial kamikaze. Eso no evitó que pasara 56 días en prisión hasta que un abogado solucionó el problema.
“La vida me ha obligado a enfrentarme con todos mis miedos”, musita tratando de explicarse a sí misma cómo conserva la integridad. “El miedo a prisión, a la violencia sexual, miedo a huir de mi país y abandonar a los míos, miedo a practicar sexo con una mujer… Lo peor es saber que tarde o temprano, tendré que volver a huir y a empezar de cero”. Porque en su documento de identidad, Randa sigue siendo Fouad, y eso no está sujeto a cambios en Oriente Próximo. Aunque logre el dinero suficiente para operarse, nunca será reconocida como mujer ni tendrá un trabajo digno en el mundo árabe. Tampoco será aceptada como un ciudadano más, su única pretensión. “Sólo quiero demostrar que los transexuales no somos seres exóticos sino personas con los mismos sentimientos que el resto”.
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