Déjame que te cuente
Claudia Vázquez Haro nació en Perú, en una familia conservadora, y estuvo pupila en un colegio católico sólo para hombres hasta que la expulsaron. “Migrante y con sexualidad diversa”, como ella se describe para hablar de sus vulnerabilidades, está a punto de terminar la carrera de periodismo en la Universidad de La Plata y sueña con publicar un libro que reúna los textos que se producen en su taller de escritura, donde se trabaja la problemática trans en primera persona..
¿Cómo fue tu niñez?
—Nací en Perú, en el norte, en Trujillo, una ciudad con casi la misma cantidad de habitantes que La Plata, en el seno de una familia trabajadora, de pobres con suerte, todos con estudios universitarios. Hice la primaria en un colegio de monjas dominicas, mixto, donde mañana, tarde y noche tenía instaurado el discurso religioso, con ese ascetismo, las buenas costumbres, orden para el estudio. Luego pasé a un colegio sólo para varones, el San Juan, uno de los más prestigiosos del país. Ahí empezaron los problemas con mis compañeros.
¿Vos querías ir a ese colegio?
—Sí, porque era un colegio que te daba prestigio, donde los hombres salían listos para responder a los cánones dominantes: inteligentes, de clase media, burgueses, con instrucción pre-militar y educación religiosa. Yo siempre cuestioné esos discursos; no los reproduje y ahora los uso para fundamentar lo que no soy.
¿Y cómo te las arreglabas para sobrevivir si eras tan revolucionaria?
—Yo era muy delicada, con mucha facilidad para el estudio. En Perú, quien tiene el promedio más alto se convierte en brigadier, como en los cargos militares, algo así como el encargado del orden dentro del aula que anotaba los nombres de los que se portaban mal y eran amonestados, castigados con cosas como flexiones de brazos. Empecé a estudiar para tener más poder desde el conocimiento, para evitar ser castigada y llegué a controlar esas listas de nombres. Pero mi sexualidad pulsaba por salir, ya tomaba hormonas, en las horas de educación física no quería sacarme el equipo de gimnasia por temor a que vieran mis piernas sin vello, mis pechos que empezaban a inflarse, me tenía que fajar, esconderme, mimetizarme para que no me descubrieran.
¿Te enamoraste en esa época?
—Sí, mi primer novio lo tuve en el colegio San Juan. El era muy lindo, tenía un look muy intelectual, era bueno en matemáticas, se llamaba Percy y estudiábamos juntos. Todo fue muy natural, un día fuimos al cine juntos y él puso su mano sobre la mía, yo tenía 15 años. Yo iba a su casa, su madre trabajaba, nos quedábamos solos, la primera vez que me dio un beso pensé que me había quedado embarazada. Fui corriendo a contarle a mi hermana, me acuerdo de que lloraba mucho. “¡Los hombres no quedan embarazados!”, me dijo. Imaginate mi inocencia, sumada a todos los mitos religiosos, tradicionales católicos conservadores.
¿Y el mito del sexo dentro de los colegios de varones solos?
—Yo no era ni moralista ni tradicionalista, era tímida. En el colegio nunca tuve relaciones, sí sé que mis amigos tenían sexo en el baño, imaginate, iban al jardín, al taller mecánico... Había sexo grupal, recuerdo que una vez me dijeron que en el playón estaban varios chicos con uno de otra aula. Los profesores no se quedaban atrás: yo tenía un profesor de Literatura con un doble discurso, siempre me decía que me parecía a Fedra López cuando ni siquiera estaba totalmente feminizada. El ya me veía mujer. Me acosaba, pero nunca accedí.
¿Cómo fue el acoso institucional?
—“Comportate como hombre, hablá como hombre”, eran moneda corriente por parte de los profesores y algunos compañeros, hasta que en tercer año un chico me vio desnuda en el vestuario y empezó a gritar: “¡Vázquez tiene senos!”. Se armó un escándalo, me llevaron al OBE (Orientación y Bienestar del Educando) y llamaron a mi madre, le dijeron que habían elegido el colegio equivocado, que me llevaran a otro porque éste era estrictamente para hombres. Le “aconsejaron” que me sacaran sin decir nada, que si ellos me expulsaban iban a causar un daño mayor porque no iban a recibirme en ningún otro colegio. Nunca me voy a olvidar el nombre de esos profesores que me expulsaron: Núñez y Ríos Viteli. Mi madre era muy joven, no entendía nada de lo que pasaba. De ahí me llevaron a una zona de sierras, a un colegio alejado con 10 alumnos, y para llegar a él tenía que caminar una hora de ida y otra de vuelta, subir a un cerro, cruzar un río por un tronco de árbol.
¿Lo sentiste como un castigo?
—Claro, es más: yo tenía un tío cerca de la escuela, podía quedarme a comer ahí, pero mi padre no me dejó, sentí que mi familia se avergonzaba de mí. Me mentalicé en que tenía que terminar los estudios, como hicieron mis hermanos, todos profesionales, menos uno que es comerciante. En ese momento dejé de hormonizarme, me anulé hasta lograr mi objetivo. Cuando volví a Trujillo, me decidí a entrar en la universidad, empecé dos carreras y no me gustaron, mi padre quería que yo siguiera con sus negocios, deseaba que yo fuera su sucesora. Dejé todo lo que ellos querían que yo estudiara y me dediqué a la peluquería.
¿Qué pasó cuando te fuiste?
—Era muy controlada por mi familia, mi padre era muy autoritario, un orden militar, todo cronometrado. Cuando me fui, me quedé en casa de Omar, mi amigo peluquero, aprendí todo el oficio y me mudé a Cajamarca, una zona donde no había muchos centros de belleza. Justo en ese momento la situación económica de mis padres empezó a decaer y a mí me iba muy bien en el negocio; me llevé a mi mamá conmigo, para que me ayudara. Llegué a tener doce personas trabajando para mí. Después se vino un hermano conmigo, era una especie de “plan recuperación familiar”, todos menos mi padre, que quedó descolocado, hasta que aceptó la realidad y se vino con nosotros. Al mismo tiempo participaba en desfiles, concursos de belleza. En la mayor parte del Perú, salvo Lima, la travesti o la trans no se prostituyen porque su cuerpo carece de valor al momento del intercambio. La operación del catolicismo y del machismo es tan fuerte, que si una trans quiere tener sexo con un hombre, tiene que pagar. El prejuicio desvaloriza esos cuerpos a tal punto que son sólo ornamentos que se deben dedicar a la peluquería, corte y confección, siempre servicios, ni hablar de considerarnos como productoras de conocimiento.
¿Cuándo te viniste a La Plata?
—Me vine a los 26 años, porque una hermana mía ya vivía aquí. Esa decisión la tomé porque no estaba dispuesta a estudiar tanto para prostituirme, para sufrir la violencia policial. Sabía que en la Argentina todo era diferente. Hice cursos de perfeccionamiento en peluquería, hice oratoria, protocolo y ceremonial, relaciones públicas, hasta que conocí a un empresario que producía televisión, armamos dos programas televisivos, yo me encargaba de vender publicidad. Ahí me di cuenta de que me gustaban los medios y decidí inscribirme en la facultad. No lo hice antes por miedo a que me llamaran por el nombre en el que figuro en el documento. Igual eso pasó; cuando me fui a inscribir, la secretaria me dijo: “El trámite es personal, el chico tiene que venir a inscribirse”. “Soy yo el chico”, le dije. La secretaria se disculpó y me anotó.
¿Cómo te recibió la facultad?
—El primer día de clases, mi hermana y mi madre —que se había venido del Perú especialmente— me esperaron en la puerta de la facu. Les dije: “Si vuelvo en 20 minutos, soy una perdedora”. Se cansaron de esperarme, me quedé, lo logré. Tengo que confesar que cada vez que pasaban lista era el terror, una sensación terrible. Después entendí que la gente no tiene la culpa, son las falencias institucionales las que no nos tienen en cuenta. Entré en la carrera de Periodismo y Comunicación Social. La facultad es mi casa, estoy en el lugar indicado, con las personas indicadas. Me manejo por los pasillos, voy, vengo, me siento muy cómoda. Obviamente los chicos que entran a primer año supongo que se shockean al verme, pero después se acostumbran, imaginate, muchos vienen del interior. La gente que conocí en este tiempo ha ido creciendo junto conmigo; por ejemplo, yo trabajé con la actual decana antes de que asumiera el cargo, tuve mucha contención, la necesaria para personas como yo, migrante, con sexualidad diversa, todas en contra. Me acuerdo de que en segundo año tenía problemas con el pasaporte, temía no poder inscribirme y la secretaria académica dijo: “Los problemas del pasaporte se solucionan en Migraciones, aquí se viene a estudiar, el estudio es para todos, inscribite”.
¿Afuera es muy distinto?
—La gente todavía se codea cuando paso cerca. No me causa molestia sino que me da pena que algunos no entiendan. Todavía hay lugares donde no me dejan entrar en La Plata.
¿Por ejemplo?
—Algunos boliches. Cuando mis compañeros me invitan a bailar, no voy; ya me dijeron que no entraba a algunos lugares. Una vez fue patético, porque había ido con la dueña de una peluquería donde yo trabajaba hacía poco. El patovica no me dejó entrar y le dijo a la mujer que yo era una quilombera. Le pregunté por qué dijo eso si no me conocía, dije que ella era mi jefa y podía perder mi trabajo. El portero terminó reconociendo que era porque yo era trans. No veo las horas de que con la nueva ley de medios yo pueda tener un espacio y escrachar a esta gente.
Contame sobre tu taller de escritura...
—El taller “En el papel tod@s somos tinta” surgió luego de muchos trabajos sobre el tema trans que yo venía haciendo desde tercer año. Yo conozco a todas las trans de la zona, no me quedo en lo académico, tengo mucho trabajo en el territorio. El libro La gesta del nombre propio, de Lohana Berkins, me ayudó a entender las problemáticas que nos atraviesan, el estado de vulnerabilidad, la falta de derechos. Entonces decidí darles herramientas a las compañeras para democratizar la palabra, me pareció importante adecuarnos a la nueva ley de servicios audiovisuales, poder escuchar relatos en primera persona. En el primer taller que fue de abril a junio éramos 16 personas, entre ell@s seis trans. El año que viene volveremos a hacerlo, queremos publicar un libro con los trabajos.
¿Vos pensás que abriste alguna puerta?
—Sí. Por ejemplo, Shirley, una de las alumnas del taller, ingresará a la facultad de periodismo el año que viene. En 2008 hice que la facultad respete mi nombre propio y que éste figure en todas las listas. Con este taller la interacción generó el interés de estudiar; otras facultades, como una de Córdoba y Rosario, se interesaron en este tipo de talleres.
¿Pensás que con la operación de reasignación de género y con el nombre en el DNI basta?
—No, menos mal que no me operé.
¿Por qué decís eso?
—Yo digo que ser mujer no se reduce a la genitalidad. En un momento me iba a operar, pero por los demás. Yo no lo sentía.
¿Vos querías ser mujer?
—¿Y qué es ser mujer? Eso me hace ruido. “Soy una mujer que no se reduce a la genitalidad”, es una estrategia que uso para explicarme, aun sabiendo que el concepto mujer está en crisis. Me parece que ser mujer es mucho más que una vagina, la maternidad, ese fundamentalismo marcado por la biología, ya que no todas las mujeres son iguales.
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