Es
difícil, a simple vista y sin información previa, encontrar en Nayeli
rasgos masculinos; ni siquiera su voz da algún indicio
Es
difícil, a simple vista y sin información previa, encontrar en Nayeli
rasgos masculinos; ni siquiera su voz da algún indicio
ITZEL GRAJALES
ITZEL GRAJALES
Ella, la de busto prominente, curvadas caderas, y largos cabellos, es papá de dos niños; Nayeli es una mujer transexual.
Hace algunos años era radicalmente distinta: la barba tupida, el pelo corto y la vestimenta varonil –pantalón de mezclilla y camisas-; que contrastan con la chica risueña, de blusa ajustada y labios rojos, que platica sobre su atípica paternidad.
“¡No me reconocerías!”, se lleva la taza de chocolate a la boca, mira un poco hacia la calle, dice sonriente en la terraza de una de las tantas cafeterías que hay frente al Parque de la Marimba.
Ahora tampoco la reconocen. Es difícil, a simple vista y sin información previa, encontrar en Nayeli rasgos masculinos; ni siquiera su voz da algún indicio.
LA TRANSFORMACIÓN
Después de varios años de noviazgo, José Manuel se casó con la mujer que era su cómplice, con quien podía dejar las caretas y ser la persona que desde niño anhelaba; ella, por su parte, sabía que su esposo era una mujer en un cuerpo equivocado, y lo aceptó como compañero de vida y padre de sus hijos.
José Manuel recuerda los embarazos como una etapa hermosa en la que acariciaba la panza de su esposa, le acercaba música y le hablaba para que sus hijos, aún en periodo fetal, identificaran su voz. A los dos los cuidó una vez nacieron: no desmereció en el cambio de pañales, en bañarlos o darles de comer.
Luego de 15 años de matrimonio, considera que seguirían juntos si hace cuatro años no se hubiera sometido a un tratamiento hormonal para cambiar su apariencia.
“Había… hay mucho amor, pero ella no pudo soportar la presión social cuando empezaron los cambios”, dice Nayeli, ahora en un proceso de divorcio, en el que se estipula que los dos comparten la custodia de los niños.
HUELE A PAN
Huele bien, a comida, a pan caliente. En su casa, al Sur-Poniente de la ciudad, ella cocina molletes, uno de los desayunos preferidos de su hija de seis años, y de su hijo adolescente que en esta ocasión no está.
“Apenas ayer la llevé al médico”, comenta a la mesa, refiriéndose a la niña que adereza con crema y chiles una de las piezas.
Los turnos de convivencia con los niños son semanales. Nayeli cuenta que, cuando le toca, la jornada es extenuante: empieza a las cinco de la mañana con la preparación de los uniformes y el desayuno, y termina a las 11 de la noche; durante el día, los deja en la escuela y va por ellos para comer, supervisa sus tareas, y platican de pormenores.
—¿Cómo le dijiste a tus hijos sobre tu condición?
—Al que tuve que hablarle fue a mi hijo cuando tenía ocho. Le puse la película Mi vida en rosa que habla sobre un niño que vivió este proceso, y le dije: “amor, yo soy como ese niño”, y él me respondió: “cómo tú seas papá, yo te amo”.
La niña, en cambio, creció viendo la transformación de su padre con una aceptación natural que no precisó de muchas preguntas ni respuestas.
ELLA ES MAPI
Nayeli considera que en el ámbito social no le ha ido mal. Aunque en el trabajo sus compañeros no le hablan y la critican a sus espaldas, ha logrado conformar un grupo de amigas que la respetan y apoyan.
“Es un camino de soledad”, define Nayeli, pero también de paz interior. Por un lado perdió a su pareja y amistades que ya no la frecuentan porque sienten vulnerada su seguridad; pero, por otro, se siente contenta porque ahora es congruente con lo que piensa y siente.
Sirve más jugo a la niña, le da permiso de ir a jugar con la vecina, muestra su celular y comenta que está en un grupo del servicio de mensajería WhatsApp, integrado por las mamás de la escuela de su hijo; ahí se entera de tareas, eventos, y se pone de acuerdo para convivir por las tardes; no hay trato diferente, ahí es una madre mas.
—¿Cómo te dicen tus hijos? ¿Papá… mamá?
—Cuando estamos en público se les sale decirme papi, inconscientemente y, a veces, me dicen mamá, pero encontramos un término que me resulta genial: me dicen mapi, una como una combinación entre papi y mami.
Decirles la verdad a los niños ha sido una decisión atinada, opina, porque de este modo los defiende de posibles ataques. Recuerda que alguna vez compañeros de la escuela le dijeron a su hijo que tenía un padre que parecía mujer, y él respondió un “sí, sí parece”, que no dio lugar a más preguntas.
HAY RETOS
En esta etapa de adaptación, Nayeli aún enfrenta grandes retos. En el campo laboral, presentará a sus superiores un documento donde solicita que se respeten sus derechos sexo-genéricos, para defenderse en caso de sufrir discriminación o de cualquier otra violación a sus derechos humanos a causa de la transición que vive.
También sabe que debe cambiar legalmente de nombre; "porque es complicado llamarse de una forma que no concuerda con tu imagen”, agrega cuando ya recogió la mesa y su hija ha vuelto de jugar.
Dice que le resultan divertidas las caras de asombro en los centros comerciales y en los bancos cuando le piden su credencial que aún dice “José Manuel”.
Cuando era él, se observaba en el espejo por necesidad, para rasurarse y peinarse; ahora aprovecha cada oportunidad, en las fachadas de las tiendas, en el baño y —como ahora— en el retrovisor, para “chulearse”: mirarse una y otra vez los ojos marrones y los labios rojos, y decirse “¡preciosa!”
Pero en esta “delicia” de rescatarse a sí misma, a veces llora las pérdidas. No tanto como al principio cuando, por depresión, se cortó los largos cabellos y perdió 20 kilos. Llora una, dos o tres horas en soledad, pero no más, porque la imagen de sus hijos la levanta.
Hace algunos años era radicalmente distinta: la barba tupida, el pelo corto y la vestimenta varonil –pantalón de mezclilla y camisas-; que contrastan con la chica risueña, de blusa ajustada y labios rojos, que platica sobre su atípica paternidad.
“¡No me reconocerías!”, se lleva la taza de chocolate a la boca, mira un poco hacia la calle, dice sonriente en la terraza de una de las tantas cafeterías que hay frente al Parque de la Marimba.
Ahora tampoco la reconocen. Es difícil, a simple vista y sin información previa, encontrar en Nayeli rasgos masculinos; ni siquiera su voz da algún indicio.
LA TRANSFORMACIÓN
Después de varios años de noviazgo, José Manuel se casó con la mujer que era su cómplice, con quien podía dejar las caretas y ser la persona que desde niño anhelaba; ella, por su parte, sabía que su esposo era una mujer en un cuerpo equivocado, y lo aceptó como compañero de vida y padre de sus hijos.
José Manuel recuerda los embarazos como una etapa hermosa en la que acariciaba la panza de su esposa, le acercaba música y le hablaba para que sus hijos, aún en periodo fetal, identificaran su voz. A los dos los cuidó una vez nacieron: no desmereció en el cambio de pañales, en bañarlos o darles de comer.
Luego de 15 años de matrimonio, considera que seguirían juntos si hace cuatro años no se hubiera sometido a un tratamiento hormonal para cambiar su apariencia.
“Había… hay mucho amor, pero ella no pudo soportar la presión social cuando empezaron los cambios”, dice Nayeli, ahora en un proceso de divorcio, en el que se estipula que los dos comparten la custodia de los niños.
HUELE A PAN
Huele bien, a comida, a pan caliente. En su casa, al Sur-Poniente de la ciudad, ella cocina molletes, uno de los desayunos preferidos de su hija de seis años, y de su hijo adolescente que en esta ocasión no está.
“Apenas ayer la llevé al médico”, comenta a la mesa, refiriéndose a la niña que adereza con crema y chiles una de las piezas.
Los turnos de convivencia con los niños son semanales. Nayeli cuenta que, cuando le toca, la jornada es extenuante: empieza a las cinco de la mañana con la preparación de los uniformes y el desayuno, y termina a las 11 de la noche; durante el día, los deja en la escuela y va por ellos para comer, supervisa sus tareas, y platican de pormenores.
—¿Cómo le dijiste a tus hijos sobre tu condición?
—Al que tuve que hablarle fue a mi hijo cuando tenía ocho. Le puse la película Mi vida en rosa que habla sobre un niño que vivió este proceso, y le dije: “amor, yo soy como ese niño”, y él me respondió: “cómo tú seas papá, yo te amo”.
La niña, en cambio, creció viendo la transformación de su padre con una aceptación natural que no precisó de muchas preguntas ni respuestas.
ELLA ES MAPI
Nayeli considera que en el ámbito social no le ha ido mal. Aunque en el trabajo sus compañeros no le hablan y la critican a sus espaldas, ha logrado conformar un grupo de amigas que la respetan y apoyan.
“Es un camino de soledad”, define Nayeli, pero también de paz interior. Por un lado perdió a su pareja y amistades que ya no la frecuentan porque sienten vulnerada su seguridad; pero, por otro, se siente contenta porque ahora es congruente con lo que piensa y siente.
Sirve más jugo a la niña, le da permiso de ir a jugar con la vecina, muestra su celular y comenta que está en un grupo del servicio de mensajería WhatsApp, integrado por las mamás de la escuela de su hijo; ahí se entera de tareas, eventos, y se pone de acuerdo para convivir por las tardes; no hay trato diferente, ahí es una madre mas.
—¿Cómo te dicen tus hijos? ¿Papá… mamá?
—Cuando estamos en público se les sale decirme papi, inconscientemente y, a veces, me dicen mamá, pero encontramos un término que me resulta genial: me dicen mapi, una como una combinación entre papi y mami.
Decirles la verdad a los niños ha sido una decisión atinada, opina, porque de este modo los defiende de posibles ataques. Recuerda que alguna vez compañeros de la escuela le dijeron a su hijo que tenía un padre que parecía mujer, y él respondió un “sí, sí parece”, que no dio lugar a más preguntas.
HAY RETOS
En esta etapa de adaptación, Nayeli aún enfrenta grandes retos. En el campo laboral, presentará a sus superiores un documento donde solicita que se respeten sus derechos sexo-genéricos, para defenderse en caso de sufrir discriminación o de cualquier otra violación a sus derechos humanos a causa de la transición que vive.
También sabe que debe cambiar legalmente de nombre; "porque es complicado llamarse de una forma que no concuerda con tu imagen”, agrega cuando ya recogió la mesa y su hija ha vuelto de jugar.
Dice que le resultan divertidas las caras de asombro en los centros comerciales y en los bancos cuando le piden su credencial que aún dice “José Manuel”.
Cuando era él, se observaba en el espejo por necesidad, para rasurarse y peinarse; ahora aprovecha cada oportunidad, en las fachadas de las tiendas, en el baño y —como ahora— en el retrovisor, para “chulearse”: mirarse una y otra vez los ojos marrones y los labios rojos, y decirse “¡preciosa!”
Pero en esta “delicia” de rescatarse a sí misma, a veces llora las pérdidas. No tanto como al principio cuando, por depresión, se cortó los largos cabellos y perdió 20 kilos. Llora una, dos o tres horas en soledad, pero no más, porque la imagen de sus hijos la levanta.