PACO CERDÀ
A los cinco años, Ana Cano —ése es el nombre que figura en su DNI desde que en 2007 entró en vigor la Ley de Identidad de Género y pudo enterrar oficialmente su pasado masculino— se dio cuenta de que había nacido en un cuerpo que no reconocía como suyo. «Yo me sentía niña, pero tenía cuerpo de niño. Mi comportamiento y mi forma de ir por la vida eran los de una niña. En el colegio me insultaban y me decían que era homosexual», recuerda.
Corrían los años setenta y de la transexualidad ni se hablaba ni apenas se conocía lo que era. Los gritos de «marica» y las burlas se volvieron insoportables y tuvieron una consecuencia dramática: «Me quitaron el interés por ir al colegio porque era un sufrimiento para mí», cuenta Ana. Ella dejó el colegio a los 14 años. Y tres años después empezó el tratamiento hormonal para su cambio de sexo.
Ahora tiene 47 años. Desde entonces ha llovido mucho. De hecho, han caído chuzos de intolerancia que han abocado a «depresiones y suicidios» a muchas transexuales. Pero más importante que la vida de Ana, una mujer que hoy se siente feliz con su cuerpo y su vida, es la lucha de su colectivo.
La Organización Mundial de la Salud (que hasta 1990 no quitó la homosexualidad de su lista de enfermedades) sigue considerando la transexualidad como una enfermedad mental. «¡Imagínate qué pocos derechos tenemos!», se indigna Ana, que subraya que los trans son «la parte más débil del colectivo LGTB [lesbianas, gays, transexuales y bisexuales], porque somos una minoría y porque la sociedad no ha sido sensible con nuestra realidad».
Su principal reivindicación la dirige a la Generalitat. Piden «una ley integral para las mujeres transexuales». «Eso quiere decir que, en el plano educativo, se fomente el respeto hacia los niños transexuales para que a nadie más le suceda lo que me pasó a mí.
Y en el ámbito sanitario, que nuestro tratamiento transexualizador lo cubra la sanidad pública valenciana. Ahora sólo cubren el tratamiento hormonal y psicológico, pero las cirugías —que son mínimas— no las quieren cubrir a diferencia de otras autonomías. Y consiste en el implante de mamas y en la reasignación de la identidad sexual, el mal llamado "cambio de sexo"». Mal llamado, recalca Ana, «porque nuestra verdadera identidad sexual es la femenina».
Igual de mujeres, sin apostillas, se consideran las mujeres bisexuales. Como Gabriela López, una hondureña de 23 años que lleva ocho años afincada en Valencia. Tras las dudas iniciales y el descarte de su condición de lesbiana («parece que si dudas sólo puedas ser homosexual», lamenta), Gabriela ha experimentado la discriminación por todas partes. «Ser mujer, bisexual, inmigrante…
La gente no lo llega a entender. Cuando oyen la palabra bisexual, la desinformación hace que enseguida afloren los tabúes: que somos infieles, que no podemos tener una relación formal, que somos viciosos, que esto procede de un trauma…». Y esto es determinante para la «discriminación laboral» que sufre su colectivo. «Ser bisexual te asocia a la desorganización, a la falta de compromiso, a la indecisión, a la poca formalidad». Y eso ayuda poco para encontrar y mantener un trabajo, añade Gabriela.
Cansada de esos prejuicios que emanan de la desinformación reinante, Gabriela pide dar un paso al frente. Pero de verdad. «Llevamos muchos años hablando de la homosexualidad y, mientras tanto, la bisexualidad se va aparcando, aparcando, aparcando, y nunca se toca. Nosotros reivindicamos un orgullo bisexual». Por eso, reclama que la Administración promueva y subvencione «estudios y campañas de sensibilización», y que les ayuden a alcanzar «la plena normalización y el respeto de toda la sociedad».
Falta de visibilidad
Aunque menos estigmatizadas, también arrastran el problema de la falta de visibilidad las mujeres lesbianas. Una de ellas es Vero Soriano, que salió del armario a los 19 años y lo vivió como una «liberación». Comenzaba una vida sin complejos y sin miedo al qué dirán. «Yo conozco a chicas que han sido despedidas de su trabajo o maltratadas tras salir del armario», dice.
Como continúa vigente el «miedo al rechazo de la sociedad por la falta de normalización y visibilidad de las mujeres lesbianas», Vero reclama, ante todo, «una educación sexual diversa, que es imprescindible para inculcar la tolerancia». «Así, poco a poco llegará la normalización», confía. Dice que hay que ser optimistas. Y como ellas tres, nunca dejar de luchar.
A los cinco años, Ana Cano —ése es el nombre que figura en su DNI desde que en 2007 entró en vigor la Ley de Identidad de Género y pudo enterrar oficialmente su pasado masculino— se dio cuenta de que había nacido en un cuerpo que no reconocía como suyo. «Yo me sentía niña, pero tenía cuerpo de niño. Mi comportamiento y mi forma de ir por la vida eran los de una niña. En el colegio me insultaban y me decían que era homosexual», recuerda.
Corrían los años setenta y de la transexualidad ni se hablaba ni apenas se conocía lo que era. Los gritos de «marica» y las burlas se volvieron insoportables y tuvieron una consecuencia dramática: «Me quitaron el interés por ir al colegio porque era un sufrimiento para mí», cuenta Ana. Ella dejó el colegio a los 14 años. Y tres años después empezó el tratamiento hormonal para su cambio de sexo.
Ahora tiene 47 años. Desde entonces ha llovido mucho. De hecho, han caído chuzos de intolerancia que han abocado a «depresiones y suicidios» a muchas transexuales. Pero más importante que la vida de Ana, una mujer que hoy se siente feliz con su cuerpo y su vida, es la lucha de su colectivo.
La Organización Mundial de la Salud (que hasta 1990 no quitó la homosexualidad de su lista de enfermedades) sigue considerando la transexualidad como una enfermedad mental. «¡Imagínate qué pocos derechos tenemos!», se indigna Ana, que subraya que los trans son «la parte más débil del colectivo LGTB [lesbianas, gays, transexuales y bisexuales], porque somos una minoría y porque la sociedad no ha sido sensible con nuestra realidad».
Su principal reivindicación la dirige a la Generalitat. Piden «una ley integral para las mujeres transexuales». «Eso quiere decir que, en el plano educativo, se fomente el respeto hacia los niños transexuales para que a nadie más le suceda lo que me pasó a mí.
Y en el ámbito sanitario, que nuestro tratamiento transexualizador lo cubra la sanidad pública valenciana. Ahora sólo cubren el tratamiento hormonal y psicológico, pero las cirugías —que son mínimas— no las quieren cubrir a diferencia de otras autonomías. Y consiste en el implante de mamas y en la reasignación de la identidad sexual, el mal llamado "cambio de sexo"». Mal llamado, recalca Ana, «porque nuestra verdadera identidad sexual es la femenina».
Igual de mujeres, sin apostillas, se consideran las mujeres bisexuales. Como Gabriela López, una hondureña de 23 años que lleva ocho años afincada en Valencia. Tras las dudas iniciales y el descarte de su condición de lesbiana («parece que si dudas sólo puedas ser homosexual», lamenta), Gabriela ha experimentado la discriminación por todas partes. «Ser mujer, bisexual, inmigrante…
La gente no lo llega a entender. Cuando oyen la palabra bisexual, la desinformación hace que enseguida afloren los tabúes: que somos infieles, que no podemos tener una relación formal, que somos viciosos, que esto procede de un trauma…». Y esto es determinante para la «discriminación laboral» que sufre su colectivo. «Ser bisexual te asocia a la desorganización, a la falta de compromiso, a la indecisión, a la poca formalidad». Y eso ayuda poco para encontrar y mantener un trabajo, añade Gabriela.
Cansada de esos prejuicios que emanan de la desinformación reinante, Gabriela pide dar un paso al frente. Pero de verdad. «Llevamos muchos años hablando de la homosexualidad y, mientras tanto, la bisexualidad se va aparcando, aparcando, aparcando, y nunca se toca. Nosotros reivindicamos un orgullo bisexual». Por eso, reclama que la Administración promueva y subvencione «estudios y campañas de sensibilización», y que les ayuden a alcanzar «la plena normalización y el respeto de toda la sociedad».
Falta de visibilidad
Aunque menos estigmatizadas, también arrastran el problema de la falta de visibilidad las mujeres lesbianas. Una de ellas es Vero Soriano, que salió del armario a los 19 años y lo vivió como una «liberación». Comenzaba una vida sin complejos y sin miedo al qué dirán. «Yo conozco a chicas que han sido despedidas de su trabajo o maltratadas tras salir del armario», dice.
Como continúa vigente el «miedo al rechazo de la sociedad por la falta de normalización y visibilidad de las mujeres lesbianas», Vero reclama, ante todo, «una educación sexual diversa, que es imprescindible para inculcar la tolerancia». «Así, poco a poco llegará la normalización», confía. Dice que hay que ser optimistas. Y como ellas tres, nunca dejar de luchar.
*
No hay comentarios:
Publicar un comentario